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¡Hola familia!
No sabéis cuánto os echo de menos, pero no saco mucho tiempo para escribir ahora. No obstante, a modo de presente navideño, os traigo la versión extendida del relato que se publicó en la edición especial de #LacajadePandora y que era algo así como un cierre de la Saga Chadwick. Espero que disfrutéis de la historia de Cordelia y Sebastian.
Miles de besos!!!! 😍😍😍


Londres. Inglaterra. Enero de 1818.

El olor de la Frost Fair se le había adherido al cabello. Cordelia Dereford tomó un fino mechón dorado que le quedaba a la altura de la mejilla y lo empujó hacia su nariz para corroborarlo. Carne asada y lumbre. No le gustaba ese olor sobre su cabello y su ropa, por muy sutil que fuese. Sacó una crema perfumada de su ridículo y se la frotó en manos y cuello. Su cuñada, que iba sentada en frente, abrió los ojillos con expresión suplicante.
—Estaba pensando en lo mucho que me gustaría quitarme este olor de encima —dijo a modo de rogativa.
—Es sorprendente cómo se adhiere al pelo, ¿verdad? —dijo pasándole el bote redondo de latón.
—Considero que oléis maravillosamente bien las dos —apostilló su hermano, que siempre era bastante inmune a las preocupaciones femeninas.
—No puedes hablar en serio —protestó Cordelia.
—Querida, los hombres, en especial tu hermano, son tan susceptibles a los perfumes femeninos que son incapaces de detectar todo lo demás alrededor —explicó la joven con una sonrisa displicente hacia su marido.
—De hecho, cuando tú estás cerca no puedo oler otra cosa —respondió él con la mirada encendida.
Cordelia se giró a mirar por la ventanilla de la berlina, azorada. Su hermano y su cuñada solían ser muy demostrativos en sus afectos y eso era algo que últimamente le despertaba una sensación de malestar en la boca del estómago. Al principio pensó que eran celos contra su cuñada, pues Shein Dereford, conde de Redcliff, siempre había sido para ella como una luz brillante en el firmamento: su héroe, su protector, su más admirado ejemplo; pero le complacía la felicidad de ambos, estaba segura. Por tanto, debía ser otro el motivo de su indisposición frente a los arrumacos. ¿Quizás anhelo?
El caso es que después de tres días lluviosos sin salir de casa (y encontrándolos abrazados en cada rincón) había sentido la imperiosa necesidad de distraerse y por eso había insistido en acudir a aquella feria helada sobre el Támesis que causaba sensación en Londres. La pura verdad era que no le había gustado el ambiente, pero después de tan insistente súplica se había visto obligada a fingir que se divertía. Por suerte, cuando anunciaron que la atracción principal iba a ser un elefante que caminaba por el hielo, Shein recitó maldiciones en arameo y las obligó a salir de allí.
Había creído que la Frost Fair sería una grata distracción en medio de los preparativos para su inminente presentación en sociedad. Pero no.
Cordelia nunca había ansiado una temporada —aborrecía la idea, de hecho—, pero la nueva posición de su hermano mayor la había empujado sin remedio a aquel mercado matrimonial de Londres que la desalentaba. Si los jóvenes de Lincolnshire la adulaban con insistencia y sin lógica, no quería imaginar el grado de pleitesía que recibiría en la gran ciudad. Le horrorizaba pensar en todos aquellos incómodos bailes siendo idolatrada y galanteada por almidonados lores que la considerarían una bonita cabeza hueca. Ellos querrían serrín en esa bonita cabeza y Cordelia no podía complacerles.
Quería enamorarse, como cualquiera joven soñadora —y ella lo era—, pero ¿cómo sabría distinguir la falsa coba del verdadero afecto? ¿Cómo distinguiría al hombre correcto para pasar con él el resto de su vida?
Le preocupaba terminar en un matrimonio infeliz, pero aún le inquietaba más no ser capaz de encontrar jamás un lugar donde se sintiera cómoda y plena.
No lo estaba en Cootondrove, la propiedad de sus padres, y tampoco Londres le estaba pareciendo un lugar acogedor; al menos, aquella atestada y maloliente feria del hielo no lo había sido. No le gustaba la vida de campo y por ahora, no le atraía mucho la gran ciudad. A menudo pensaba que era un recelo absurdo e irreal, pero el vacío que dejaba en su interior era innegable.
Apartó aquellas conocidas preocupaciones y se alegró de su próximo destino. Iba a visitar a unos amigos de su hermano que le resultaban agradablemente bulliciosos y entretenidos. Lady Riversey le había parecido una mujer encantadora cuando la conoció en la boda de Shein, y su marido —el apuesto lord Riversey— era probablemente el hombre más fascinante y pícaro del planeta.
Cuando el mayordomo les abrió la puerta de Lowehall, la residencia londinense de los marqueses, era tal el alboroto que Cordelia dirigió una mirada interrogante a su cuñada, lady Hannah Redcliff, a la que esta respondió con una mueca de sorpresa y un encogimiento de hombros.
—Hannah, gracias a Dios que has llegado —exclamó lady Collington desde la puerta del vestíbulo que daba paso al jardín.
La vizcondesa de Collington había sido la patrona de su cuñada Hannah durante muchos años, hasta que esta se casó con su hermano y se convirtió en condesa. A Cordelia le recordaba a un duendecillo, con aquellos enormes ojos verdes y el cabello bermellón. Era bonita, pero sencilla.
—Eric ha vuelto a desaparecer —prosiguió—. Ya hemos buscado en el jardín por miedo a que hubiera salido de excursión por su cuenta. Hace muchísimo frío y me preocupaba que estuviera en la intemperie, pero lo hemos peinado de arriba a abajo y no está ahí. ¡Ayúdame, por favor! Esto se te da muchísimo mejor que a mí.
En aquel momento también aparecieron el marqués de Riversey, tan guapo que quitaba el aliento; el padre del chiquillo, el vizconde de Collington, que también era muy apuesto en opinión de Cordelia, y la no menos atractiva lady Megan.
—Deberíamos despedir a esa niñera —opinó lord Collington con resignación—. La mitad de los días necesita ayuda para vestirlo y la otra mitad lo pierde de vista.
—Pobre Judith —terció lady Megan—. Hace todo lo que puede. Tú hijo es terrible, Marcus.
—Y todo eso es gracias a ti, amor mío —añadió el espléndido lord Riversey al tiempo que depositaba un beso en la mejilla de su esposa—. El chiquillo no puede parecerse más a su tía. Rezo cada noche para que nuestras hijas no hereden esa vena impetuosa.
Los marqueses acababan de ser padres de su segunda hija, según le había contado Hannah. Ella siempre le explicaba que lord Riversey había llorado de felicidad al ver a sus hijas nacer, y si toda aquella apostura y elegancia no habían sido suficientes para poner a Cordelia a sus pies, la nota sensible hacia los bebés había acabado de hacerlo.
—¡Yo era una santa de pequeña! —protestó la marquesa enfurruñada.
—Eso no es del todo... —respondía el vizconde cuando su esposa le interrumpió.
—¡Dejad de discutir! Tenemos que buscar a Eric. Hannah, por favor...
—Tranquila —contestó la aludida mientras se desprendía del abrigo—. Ese chiquillo puede pasarse horas escondido debajo de una cama —se lamentó—. No sabemos qué escondrijos puede haber descubierto en la casa de los marqueses, pero estoy segura de que serán parecidos a los que tiene en el resto de lugares.
En cuestión de dos minutos, su cuñada había organizado toda una partida de búsqueda del pequeño Eric Chadwick, quien contaba con casi cuatro años de edad. Los criados fueron enviados al piso superior a registrar en la buhardilla, con la orden de inspeccionar cada cama y armario. Los padres del niño fueron destinados a revisar el resto de dormitorios de la casa. A los marqueses los envió al gran salón pues, según Hannah, había muchas cortinas donde podría haberse ocultado. Ella y su hermano se adjudicaron la misión de revisar la cocina, la despensa y la bodega; lugares donde al parecer le encantaba colarse al chiquillo. Cordelia, por su parte, fue enviada a inspeccionar la biblioteca y la sala de costura, en la planta baja, pues al no conocer la vivienda no quisieron que abandonara el vestíbulo.
Entró primero en la sala femenina, donde reinaba un silencio amortiguado por los cestos con retales y bolas de lana. Dio un rápido vistazo alrededor y comprobó que no había un lugar donde el pequeño pudiera haberse escondido. Revisó las cortinas y las traseras de todos los muebles, pero nada.
Dirigió sus pasos hacia la biblioteca con la tonta ilusión de ser ella quien encontrara al retoño. Hannah siempre decía que era una delicia pillarle en una travesura, y empezaba a entender porqué. ¡La búsqueda era emocionante! Se habría asustado terriblemente si no fuera porque ya en la boda de su hermano, había tenido oportunidad de descubrir las dotes escapistas de Eric Chadwick.
Al abrir la puerta se encontró de frente con un joven sentado a la mesa. Estaba encorvado sobre unos libros de cuentas por lo que no podía verlo bien.
—Disculpe...
El joven levantó la cabeza de súbito y se le quedó mirando con expresión indescifrable. Era muy apuesto. Con piel atezada y el cabello ondulado y revuelto. Los ojos del color del té casi la hicieron tambalearse por su profundidad. Se parecía mucho al marqués, aunque de un modo menos salvaje, más distraído, más inocente.
—Estoy buscando a lord Eric —se aventuró a decir.
—Se refiere al hijo de lord Collington. Dado que es el hijo de un vizconde, lo correcto sería honorable Eric Chadwick, creo.
—Mi cuñada lo ha llamado lord Eric —explicó con un encogimiento de hombros muy poco decoroso—. No estoy muy al tanto del protocolo nobiliario, me temo.
—Es usted realmente bella, ¿sabe? ¿Por qué busca al muchacho? —El joven había mezclado afirmación y pregunta como si formarán parte del mismo concepto. Cordelia solo acertó a asentir con la cabeza, bastante perpleja por lo prosaico del halago.
Ella sabía que se la consideraba una beldad etérea —era la única Dereford que había heredado los delicados rasgos de la abuela Josephine: ojos de un azul cristalino, tez marfileña y una brillante mata de cabellos casi albinos—, pero jamás se lo habían recitado de forma tan desapasionada. Lo había dicho como si hubiera mentado el color del cielo ese día y por algún motivo le fastidió. Prefirió centrarse en el niño.
—Parece que no consiguen encontrarlo. Mi hermano me ha comentado que tiene tendencia a esconderse. Todo el mundo lo anda buscando.
—Entonces tal vez yo también debería colaborar. —Lo dijo al tiempo que se levantaba—. Ah, soy Sebastian Gordon.
Con aquello confirmó las sospechas que ella tenía: era el hermano de lord Riversey. Y —si había una cosa posible en el mundo— le superaba en atractivo. Era más alto de lo que había creído al verlo sentado. Aunque tenía un aire de erudito distraído, lucía un aspecto muy viril e interesante.
—Yo soy Cordelia Dereford, la hermana pequeña de lord Rerdcliff.
—Creo que no podemos presentarnos por nuestra cuenta —mencionó él al tiempo que entrecerraba los ojos de un modo muy gracioso.
—Mi cuñada me avisó de que no podía presentarme yo misma a un hombre, pero puesto que lo ha iniciado usted me exonero de culpa.
—Ah, pues yo también la exonero —concedió con una sonrisa que le mandó un temblor a las rodillas. Por Dios, era realmente atractivo. Se formaban unos hoyuelos encantadores en sus mejillas cuando sonreía. Sintió un absurdo deseo de tocarlos—. Creo que puedo asegurar con bastante certeza que el pequeño no está en esta sala.
Cordelia echó un vistazo alrededor y estuvo de acuerdo en que no había muchos lugares posibles donde esconderse, aunque el principal motivo para esa conclusión era el hecho de que el señor Gordon llevaba allí un buen rato, al parecer. En ese momento, el joven se agachó al lado de una cortina y tomó una figurita de madera.
—¿Podríamos salir al exterior, si no le incomoda? Creo que puedo saber dónde está —aventuró con una mirada reflexiva de aquellos vivaces ojos rodeados por tupidas pestañas oscuras.
—¿No me diga? —respondió ella, bastante asombrada—. Ah, pero no lo creo. Lady Collington recién venía del jardín y aseguraba no haberlo encontrado.
—No estaba pensando en el jardín. —Por algún motivo, el modo en que pronunció esas palabras le hizo estremecerse. Él le tendió una mano—. ¿Confiará en mí, Cordelia?
Con el corazón martilleando en el pecho, extendió la mano hasta encontrar la suya. Era una locura creer que la pregunta iba más allá del hecho de atravesar una puerta en una respetable casa londinense para recorrer unos metros al aire libre, pero Cordelia la sintió como si estuviera decidiendo mucho más que una simple incursión al jardín.
—Eso me temo —respondió con la respiración alborotada en el pecho.

Una loca propuesta // Antología ChadwickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora