XXIV

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Cuando abrí la puerta de mi pequeña jaula de grillos, había perdido la noción del tiempo. Sólo sabía que estaba muy cansado, y medio dormido. Llevaba todavía el reloj con la hora de la costa Oeste americana. Pero lo segundo que pude ver al entrar fueron los dígitos de mi radio-despertador señalando la una y cuarto de la madrugada. Digo lo segundo, porque lo primero fue el bolso de Sofía justo en la entrada. No encendí la luz.
Ella estaba en la cama, dormida, como un tronco. Probablemente aunque le hubiese dado a la luz, y al estéreo, y encima hubiese cantado yo, no se habría despertado. La miré en la penumbra unos instantes y hasta me dio por sonreír. Después le pasé una mano por la frente para apartarle un mechón de cabello. Su rostro revestido de paz aún era más de porcelana, y estaba muy hermosa. Relajadamente hermosa.
Suspiré, dejé mi bolsa de viaje en un rincón, me desnudé y me metí en la cama, al otro lado. Ella dormía muy apretada en su extremo. Creo que no me dio tiempo ni a cerrar los ojos. Cuando me desperté, a las diez de la mañana, Sofía seguía dormida. Me levanté, aunque me hubiera dado la vuelta con gusto para dormir dos o tres horas más, y me metí en el baño. Pasé unos quince minutos bajo la ducha, con los ojos cerrados, dejando que el agua me cayera por encima. Después salí, me sequé el cuerpo y el pelo, y me afeité. Menos mal que llevaba una toalla en la cintura. Al abrir la puerta, ella fue lo primero que vi.
Ya había levantado las persianas, pero iba tal cual se acostó la noche anterior, con una larga camiseta tamaño XL hasta la mitad de los muslos. Muchas mujeres dicen eso de: «Si me vieras por la mañana, cambiaría tu opinión acerca de mí.» La mía acerca de ella no varió. Con el cabello alborotado y sin arreglar, estaba aún mejor que maquillada, más natural. El color rojo de la camiseta la favorecía. Nos quedamos mirando apenas un segundo.
—Oye, lo siento; pero es que mi compañera de piso y su maldito novio... —quiso justificar su presencia en mi piso.
—No importa —impedí que acabara su frase—. No te habría dicho dónde está la llave si no fuera así.
—Eres demasiado confiado. ¿No tienes miedo de que te vacíen esto?
Me importaba, claro; pero no en el sentido al que se refería ella. Me encogí de hombros.
—No me gusta vivir atemorizado ni en jaulas de cristal.
Sofía parecía muy tranquila, muy relajada, como si hubiera dormido bien o se sintiera mejor que la última vez que estuvo allí.
—No tienes mucho apego a las cosas materiales, ¿verdad?
—No mucho —reconocí.
Ella se acercó a mí. Se detuvo a menos de un metro, se cruzó de brazos y me miró fijamente, con una leve sombra de ternura y envidia en los ojos.
—Eres libre, quieres vivir, viajar, hacer lo que te gusta...
—Sí.
No le dije que se olvidaba de algo muy importante: amar. Todo tiene un precio, y el mío era pasar mucho tiempo solo.
—Bueno —suspiró—, supongo que todo el mundo quiere algo.
Iba a apartarse, para meterse en el baño o hacer cualquier otra cosa. La retuve sujetándola de un brazo, con suavidad.
—La diferencia es que lo mío es más sencillo que lo tuyo —le dije—. Tú buscas el éxito, y te da rabia no lograrlo; ver cómo la fama y el dinero son para otros. Te sientes maltratada. Eres guapa y crees que no te sirve de nada salvo para torturarte.
—¡Jo, tío! —puso cara de dolor de estómago.
Pero no pasó de mí.
Continuó mirándome con aquellos ojos duros y al mismo tiempo cargados de ternura. Como una pistola de aspecto frío con balas de calor en su interior.
—Todo es una mierda, Jon —exhaló.
—No es cierto.
—Eres una persona positiva, vale.
—Tampoco es tan simple.
—Basta con mirar la tele. En el telediario te cuentan las desgracias del día, los muertos, las guerras. Después te hacen un programa de «gente guapa». Yo quiero estar en este último, no en el primero.
Comenzó a desmoronarse.
—Todo el mundo está en uno de los dos lados alguna vez.
—Estoy asustada —reconoció.
La abracé. No fue un gesto individual, de ella buscando protección ni mío tendiendo a dársela. Fue conjunto. Apoyó su cabeza entre mi cuello y mi pecho, y con un brazo le acaricié la espalda mientras con la otra mano subía hasta su nuca.
Desde aquella posición, como si su voz fluyera de mi propio pecho, le oí decir:
—Si tuviera un trabajo... No renunciaría a mis sueños, pero por lo menos me podría tomar las cosas con más calma, encontrarle un sentido a todo.
La aparté de mí, despacio.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. ¿Por qué? —no entendió mi reacción.
—El día que nos conocimos me dijiste que si no pudieras seguir como modelo y tuvieras que trabajar, al menos te gustaría trabajar en algo que te gustara. Por lo menos eso.
—Claro.
—¿Quieres trabajar?
—Sí. Bueno, no me gustaría lavar platos en un restaurante, ya sabes, pero...
Hice que se sentara en la cama. Después tomé el teléfono y marqué el número de la revista. Me extrañó no oír la voz de Elsa al otro lado. Supuse que sería su rato libre para desayunar o que se encontraría resolviendo algún tipo de obligación perentoria. Carmen, la suplente en estos casos, me pasó con mi madre inmediatamente. Sofía me miraba con el ceño fruncido. —¡Jonatan! ¿Qué tal todo?
—Luego te lo cuento, mamá. Ahora tengo un poco de prisa. —Pero, ¿dónde estás?
—Aquí, en Barcelona, en casa. Llegué anoche, aunque muy tarde para llamarte.
—¿Y a qué se deben las prisas?
—¿Laura se va a fin de mes como dijiste?
—Sí, ésta es de las que se casan de verdad y cuelga los hábitos. —¿Tienes ya a alguien?
—Iba a poner un anuncio en el periódico.
—Espera —tapé el auricular con la mano y me dirigí a Sofía—: ¿Te hace un puesto en el departamento de publicidad de Zonas Interiores?
Ella abrió unos ojos como platos.
—¿Qué?
—Sí o no.
—¿Qué hay que hacer?
—Es un equipo de tres personas. Consiguen publicidad, campañas, tratan con agencias, van a ver a clientes. Hay que saber vender un producto, nada más. Sólo que este producto es Zonas Interiores. Han de confiar en que con nosotros se anunciarán mejor, porque somos la mejor revista del mundo. Es lo mismo que cuando te fotografían con una colonia en las manos y te usan para que la gente se crea que si se la pone serán como tú.
—¿Hablas en serio?
—Absolutamente —agité el auricular para demostrárselo—. Y no te preocupes por la experiencia. Aprenderás. Es un trabajo, pero también una oportunidad: estás dentro del tinglado, vas a conocer a personas vinculadas con la publicidad. Si te lo tomas con calma...
—¡Dios! Eres un samaritano —suspiró, esbozando una sonrisa. —¿Sí o no?
Sofía hizo algo extraño, o no tanto, cuando comprendí la intensidad de su mirada. Paseó sus ojos por mi apartamento, los depositó en mi bolsa de viaje, en las cámaras que tenía en la mesa, en el ordenador... y, a medida que hacía ese largo trayecto, se le fueron llenando de humedad.
—Suena bien, ¿verdad? —consideró.
—No es aburrido, es divertido, es estresante... O sea, que no es lavar platos.
Creo que yo estaba más nervioso que ella.
—Sí —acabó musitando, con la sonrisa ya abierta en su rostro. Volví a hablar con mi madre.
—¿Mamá? No busques más. Ya la tengo. Mañana se pasará por ahí.
—Oye, espera, espera. ¿Dónde estás? ¿Con quién hablas?
—¿No confías en mí?
—¡Oh, sí! —se burló a la descarada—. Dime por lo menos una cosa: ¿es guapa?
—Demasiado. Y también lista.
—Eso lo doy por sobreentendido, pero lo de que sea guapa es esencial, Jonatan. Mira, que me echen a los leones las feministas, pero una publicista fea no vende, y tú lo sabes. Y no vivimos del aire. Ya sé que es cruel, pero...
—Ha hecho de modelo.
—Ah —fue como si le diera todas las garantías.
—Luego paso a verte y te cuento lo del viaje, ¿vale?
—Dime sólo si has dado con Vania o...
—Tengo una pista.
—¿Ah, sí? —la dejé boquiabierta.
—Hasta luego.
Colgué y me enfrenté a la todavía desconcertada mirada de Sofía. —¿Qué es lo que se supone que soy, además de lista?
—Guapa.
—¿Te ha preguntado... ?
—Sí.
Me senté a su lado y le estreché la mano. La tenía muy fría. Ella acabó girando el cuerpo para abrazarme con la otra. Me dio un beso en la comisura de los labios. Un beso cálido, no erótico. Su mano acarició mi mejilla.
—Gracias —musitó.
Nadie la había tratado demasiado bien. Lo sabía.
O quizá todo lo contrario: demasiado bien... por egoísmo y otros intereses.
—Pero deberás buscarte un lugar donde dormir, ¿vale? —bromeé. —Tranquilo —también lo hizo ella—. O mato al novio de mi compañera o establecemos unas normas.
—En tres meses y con un buen sueldo fijo, podrás vivir sola.
No nos movimos. Los segundos empezaron a comérsenos despacio. Noté que nos encontrábamos bien. Que nos sentíamos bien. La sorpresa inicial, tras conocernos, cedía, se iba convirtiendo en calma. Era el momento de pensar de verdad en ser amigos, vernos, tal vez salir, seguir...
¿Quién dijo: «Me encanta el futuro porque he de vivir en él»? —Jon.
—¿Qué?
—¿Has dicho en serio que tenías una pista?
—¿Sobre Vania? Sí.
La tenía desde hacía tres días, desde la tarde de mi estancia en la habitación de Barbara Hunt, pero la había acabado de ver clara justamente en aquellos minutos, con Sofía a mi lado, sola, sin nadie, desprotegida.
Como decía la canción: «Todo el mundo necesita a alguien.»
Cadafalch repitió su expresión de disgusto de la primera vez al verme plantado en la puerta de su casa, esperándola. Yo hice lo que se supone que debe hacer un joven educado en tales circunstancias: tomar las dos pesadas bolsas de la compra para ayudarla.
—Si me permite.
No la conmovió mi gesto, aunque dejó que las tomara.
—¿Qué está haciendo aquí?
—He de hablar con usted.
—Ya se lo conté todo la otra vez.
—Tengo una pista.
Ya había abierto el bolso, para buscar las llaves de la puerta de entrada al inmueble. Mis palabras frenaron su gesto y se quedó con ellas en las manos. Me miró como si yo fuese un vendedor de seguros dispuesto a colocarle uno.
—¿Una pista de qué?
—Del paradero de su sobrina —me arriesgué a manifestarlo en voz alta.
—¿Dónde está?
—Aún no puedo decírselo. Primero debo confirmar algunas cosas.
—No le creo, señor...
—Boix. Jon Boix —le recordé—. Y le juro que no me lo estoy inventando para que me deje ver las cosas de Vania... de Vanessa.
—¿Qué es lo que quiere ver? —se alarmó aún más.
—Usted me dijo que un día la llamaron por ser su único familiar legal, para que recogiera sus cosas del piso que tenía en Barcelona. Y me dijo que conservó un par de cajas con fotografías familiares.
Seguíamos en la puerta de la calle, ella con las llaves en la mano y yo con las dos bolsas en las mías. ¡Y lo que pesaban!
—Usted no tiene ninguna pista, señor Boix. Usted sólo quiere ver esas cajas y remover en la basura. Mi sobrina está muerta. No sé por qué no se ha sabido, cómo pudieron enterrarla o qué pasó; pero está muerta. Ya se lo dije. Diez años es mucho tiempo.
Pensé en Vania con su tía. La pareja imposible. No, era lógico. Si vivía, era lógico.
—Creía que usted querría saber la verdad.
—¡Quiero saber la verdad! —casi gritó.
—Entonces soy su única esperanza. Si mi pista es tan buena como mi intuición, sólo depende de un pequeño detalle.
—¿Cuál?
—Que dé con Noraima, la criada de su sobrina.
—¿Ella?
Iba a dejar las dos bolsas en el suelo, o mis brazos acabarían creciendo. No hizo falta. Los últimos cinco segundos fueron de silencio, mientras Luisa Cadafalch me observaba fijamente, calibrando el valor, el sentido o la honestidad de mis palabras. Puse mi mejor cara de buen chico. Pero pienso que esto no la convenció. Sino la lógica.
Introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta, permitió que yo entrara con mi carga y subimos en el ascensor hasta su planta. En silencio. Yo ya tenía las manos blancas. Me sentí aliviado cuando, una vez en el recibidor de su piso, me hizo dejar las dos bolsas. No le pregunté dónde estaba la cocina ni ella me lo dijo. Ya a salvo de oídos extraños y miradas ajenas, rompió aquel inusitado silencio.
—Escriba algo que no me parezca bien, señor Boix, y le demando —me amenazó.
—Ya le dije que yo la adoraba, señora. Que quiero hablar de su lado humano, de la persona que había en ella, debajo de lo demás. Si murió, quiero colocarla en su sitio y ayudar a las futuras Vanias que surjan. Si vive, quiero saber qué pasó y escribir una historia de verdad. Zonas Interiores no es prensa amarilla. Tiene que saberlo.
—Yo miré el contenido de esas cajas —volvió a la carga con su escepticismo—. En ellas no había nada: fotos, cartas, recuerdos personales. Por eso no las tiré. Pero nada más.
Ya estábamos en la sala.
—Sólo necesito saber algo más de esa mujer.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Noraima.
—Ni siquiera recuerdo ese nombre. No va a encontrarlo ahí. Por Dios, si no era más que la criada.
¿Le decía que era la mejor y única amiga de Vania, y más después de la muerte de Cyrille y de Jess? ¿Le decía que allí donde ella, pese a ser su tía carnal, nunca había llegado, sí lo hizo el corazón y la ternura de una mujer de Araba llamada Noraima? ¿Le recordaba que era una mujer solitaria y amargada, tal vez marcada por la belleza de su hermana menor,
o por su desliz al quedarse embarazada de un hombre casado, o celosa de su maternidad pese a ello, o con un cierto desprecio hacia Vania por tratarse de... una bastarda? ¿Se lo decía?
No. La necesitaba. Era mi único puente hacia esa pista. Hacia esas cajas en las que, de todas formas, pudiera ser que no encontrara nada.
—Vamos, señora Cadafalch. Ayúdeme, y ayúdese a sí misma. No le hará daño saber la verdad, quitarse las dudas. Y si estoy equivocado...
—No va a llevarse nada —me advirtió.
—No lo haré.
—No me lo pida. No insista. Y como me lo robe...
—Nunca he conseguido así una información.
Ya no tenía más argumentos.
—Venga —me ordenó.
La seguí de nuevo. Caminó por el pasillo hasta la segunda puerta a la izquierda. La abrió, conectó la luz y se detuvo en el centro. Era una salita diminuta, con una mesa redonda al fondo, de esas antiguas con un brasero en los bajos, y un par de butaquitas a ambos lados de ella además de una silla. En la pared frontal, sobre la mesa, pude ver una ventana con la persiana cerrada. En la de la derecha, una librería con libros saliéndosele por todas partes. En la de la izquierda, un armario. Fue lo que me señaló. —Arriba —dijo—. Yo no llego.
Yo sí. Abrí las dos puertecitas de la parte superior y vi las cajas. Dos simples cajas de cartón, bastante grandes. Alargué los brazos y atrapé la primera. Pesaba bastante. La sujeté, la hice descender y la coloqué sobre la mesita. Repetí la operación con la segunda. Estaban cerradas; pero bastaba con alzar las cuatro partes dobladas sobre sí mismas. Una vez en la mesa las dos, miré a Luisa Cadafalch. Temí que se quedara a mi lado, aún desconfiando, vigilándome como un buitre.
Suspiró, dando por perdida la batalla, y noté cómo se rendía de forma absoluta.
—Si quiere algo, llámeme.
—Gracias.
No dijo nada más. Se limitó a salir de la habitación, aunque dejó la puerta abierta. Me quedé solo con mi tesoro.
Me picaban los dedos, y la razón, pero no me precipité. Primero abrí una, extraje el contenido y lo deposité en la mesita. Después, de forma sistemática, procedí a inspeccionarlo todo, volviendo a dejarlo en el fondo de la caja una vez examinado y en perfecto orden. Luisa Cadafalch tenía razón, el contenido de las cajas lo integraban un montón de fotografías de Vania antes y durante su etapa de modelo famosa; pero eran fotografías personales y familiares, no de pose. Fotografías con amigas y amigos adolescentes, un par con Tomás Fernández, media docena con Nando Iturralde, ninguna con su madre o con su tía, que por ser más íntimas no tenían por qué estar allí. También había recuerdos típicos de cualquier persona: algunos posavasos de lugares diversos, entradas de cine, teatro, objetos tan dispares como unas gafas de sol, un viejo reloj ya detenido en unas pretéritas siete y veintinueve minutos, dos figuritas de porcelana, unos anillos baratos, unas cajitas con llaveros... La segunda caja resultó más interesante. Y decisiva. Las postales y las cartas estaban allí. No eran muchas, pero sí las suficientes. Algunas de las primeras provenían de lugares más o menos clásicos, y otras de lugares nada habituales. Lo curioso —y al principio ni siquiera lo noté— era que todas estaban escritas por la misma mano. Cuando reparé en ello, comprendí algo inusitado: que quien las enviaba era la propia Vania. Ella se mandaba postales a sí misma. No sé si me pareció más curioso que triste, o más triste que demoledor. ¿Por qué se escribía a sí misma? Se me ocurrían dos únicas razones: que coleccionara postales y de esta forma le llegaban después de su estancia en aquellos lugares, usadas y a través del correo, o... que nadie le enviara nunca una y a ella le gustara recibirlas como a cualquier mortal. Sólo que, si era eso último, el hecho denotaba una soledad absoluta. Me estremecí.
Examiné todas las postales para estar seguro. Había tan sólo dos con otra letra. Y las dos procedían de Aruba.
No había fechas, y las de los matasellos, para maldición mía, eran ilegibles. Una de las postales decía: «Ya falta muy poco. Un beso.» La otra: «Todo va bien, se resolverá antes de lo previsto. Hasta pronto.» Las firmaba Noraima. Miré las cartas.
Y mi mano tembló, mitad excitada, mitad feliz, cuando finalmente encontré una con sellos de Aruba; aunque me sentí menos feliz cuando vi que en el remite únicamente aparecía el nombre: «Noraima Briezen.» Ninguna dirección.
Tan sólo un dato más a añadir a lo poco que sabía: un apellido.
En una pequeña isla del Caribe, de menos de cien mil habitantes, tal vez fuese suficiente. Me sentí un mucho incómodo y extraño cuando saqué la carta del interior del sobre. La letra era muy correcta, y el castellano corriente. La fecha se correspondía con el tiempo en el que Vania había estado casada con Robert Ashcroft; pero cuando la leí, supe que era justo en el momento de la separación y el divorcio. Noraima le decía en uno de los párrafos:
«La casa ha quedado muy bonita, preciosa. La fachada, pintada de amarillo, y el techo, con las tejas rojas, le da color al jardín, los árboles y los parterres de flores. También he acabado de poner la valla, blanca y muy coqueta. Te gustará. Desde tu habitación se ve la playa, y el faro, a la derecha, tan cerca que hasta puedes tocarlo con la mano. Ahora es más que nunca un hogar, tranquilo y familiar. Recuerda, mi niña, que es tan tuya como mía, porque todo lo que tengo en el mundo eres tú, y en estos días, vuelvo a saber que todo lo que tienes tú es el cariño de Jess, de Cyrille y el mío propio. Ten fuerzas, cariño. Por favor, dime si vendrás a pasar unos días para descansar y recuperarte de todo esto, o si, por el contrario, lo único que quieres es trabajar enseguida y olvidarte cuanto antes de la experiencia. Si es así, sabes que me tienes a tu lado, no tienes ni que dudarlo. Eres más que una hija para mí. Llámame y estaré contigo de inmediato. Si como dices, quieres vivir entre Barcelona y París, estoy de nuevo dispuesta. Nadie se va a llevar nuestra casa de Aruba, ¿no es cierto? Siempre estará ahí. Tengo muchas ganas de verte y abrazarte. Estos tres meses han sido difíciles...»
Firmaba, de nuevo, Noraima, después de darle «muchos besos».
No era mucho para encontrar una casa en Aruba, aunque no creía que hubiese muchos Briezen en la isla.
Era la pista que buscaba.
Guardé el resto, sin leer las otras cartas. Entonces me di cuenta de que llevaba una hora sentado con el contenido de aquellas cajas, y a solas, en la salita de la casa de Luisa Cadafalch, sin que ella me hubiese interrumpido para nada.

Las Chicas de AlambreWhere stories live. Discover now