XVII.

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Era difícil no hacerlo. Cuando llegué a la peluquería de Ivan, uno de los templos parisinos de la modernidad, las modelos todavía no habían llegado de la comida. Llevaban un ligero retraso. -¿Tú eres Jon Boix, el periodista español? Trisha me ha dicho que te dé carta blanca, así que... a tu aire, sin problemas -me saludó el peluquero por cuyas manos pasaban las cabezas de las bellas-. Ah, fíjate en Marcia Soubel. Tiene sólo catorce años y es la benjamina. ¡Es la última sensación! Me contó que las modelos llevaban desde las diez de la mañana en el lugar del desfile, una antigua estación reconvertida como por arte de magia en pasarela de la moda, en Neuilly. Después decinco horas de ensayos, porque el desfile «era complejo» y la ropa«una pasada» -palabras textuales-, habían ido a comer y estaban a punto de regresar. Todo el equipo de Ivan estaba dispuesto para dejar a las dos docenas de chicas visualmente perfectas. Se percibía una contenida tensión. No tuve que esperar mucho. Apenas cinco minutos. Alguien dijo: -¡Ahí están! Y se disparó la adrenalina. La de unos, laboral. La mía, anímica. Llegaron en un autocar. Exactamente diecinueve mujeres por sólo cinco hombres. Aunque ellos eran muy atractivos, me sonaron a complemento, a relleno. Ellas eran las reinas. Ellas eran el quid de la cuestión. Y fue como si con ellas aquel mundo empezara a tener sentido. Se desparramaron por las butaquitas de la peluquería unas y por el suelo o por las sillas, a la espera de su turno, otras. No había orden ni preferencias; todo dependía de la clase de peinados que fueran a lucir o la necesidad de un mayor o menor tratamiento estético. Lo curioso es que cada quien, desde ese momento, pareció saber cuál era su papel. No hacía falta un árbitro ni un director artístico, como en el desfile. Ivan, por su parte, se clonificó, multiplicándose para estar en todas partes. Y lo conseguía, sin prisas pero sin pausas, con una eficiente profesionalidad, producto de muchas horas y muchos pases y muchas... Las observé, una a una, con detalle. Y me quedé bastante impresionado.
No sólo una buena parte de ellas era de lo más normal, dentro de los cánones de la belleza, sino que algunas, por lo menos dos, eran incluso... feas. Asexuada y escuálidamente feas. Creía que enloquecería mirandoa tantas diosas juntas, el mayor número de mujeres hermosas por metro cuadrado reunidas ante mí a lo largo de mi vida, pero el primer golpe de vista fue demoledor. Algunas, sí, eran adolescentes o jóvenes que, hasta sin maquillar, brillaban con espléndida intensidad. Tenían morbo. Pero el conjunto no pasaba de discreto. Llegué a pensar que el tal Michel de Pontignac las buscaba neutras, sofisticadas, extravagantes, pero no bellas. Tampoco había ninguna Naomi Campbell, ninguna Claudia Schiffer, ninguna Eva Herzigova. Todas eran desconocidas para mí. Me lo tomé con calma. Hice un primer contacto visual genérico, y después puntual. Comencé a pasear por entre aquel hervidero, sin interferir en nada, como me había pedido Ivan. Trataba de ver, de comprender, y también de oír. Había algunas conversaciones triviales. -Estuve ocho horas de pie, y él como si nada, probando, cambiando colores, telas, poniéndome y quitándome cosas, pendientes, adornos... En un momento dado me pinchó con una aguja y dije: «¡Ay!» Entonces me pidió perdón y le respondí: «No, tranquilo, así he visto que aún tengo sensibilidad en el cuerpo.» Yes que ni sabía la hora que era. Está loco. -Pero me encanta lo que hace. -Ah, eso sí. Su último desfile fue una pasada. Las que estaban sentadas ya, con una peluquera o peluquero trabajando su cabello, observaban cuidadosamente lo que se les hacía. Las que preferían leer una revista o un libro se ausentabande todo. Sabía que las horas muertas son muchas, y que todas están acostumbradas a ello, pero constaté su paciencia. Su trabajono terminaba hasta que concluía el desfile.
-¿Qué estudias? -¡Japonés! Chica, tengo mucho trabajo allá, y no me entero de nada.
-Pero si tú hablas cinco idiomas. -Bueno, porque se me dan bien. Por eso mismo lo hago. A ellos les gusta que les diga cosas en su idioma.
Ivan estudiaba el rostro de una muchacha de unos diecinueve años, de casi metro noventa. Para mi, era de las más bellas. -Te disimularé estas ojeras con un poquito de maquillaje.
-Es que no he dormido más que cuatro horas. Ayer pasé veinte entre vuelos y aeropuertos. Falló un enlace en Dubai, ¿sabes? Llevaban unas batas blancas y vestían su propia ropa de calle, informal y discreta, otras. Cabellos largos, cabellos cortos, ojos de mirada intensa, labios carnosos sin faltar en ninguna, pechos apenas existentes en la mayoría, manos de largos dedos... Busquéla que me había dicho Ivan, Marcia Soubel. No me costó dar con ella. Sin maquillaje era lo que era: una hermosa niña de catorce años. Precisamente, en ese momento, estaban iniciando su conversión. Me la quedé mirando mientras escuchaba otra conversación. -Tu eres Beth Adams, ¿verdad? Soy Jacqueline Drew. Te vi en la campaña de Viremus. Muy buena.
-Yo te he visto hace unos días en la portada del Bunte. ¿Qué tal? Fumaban.
Todas fumaban. La conversión de Marcia Soubel fue vertiginosa. De niña a mujer en cinco minutos. Debía de medir ya metro setenta y cinco o setenta y siete, largas piernas, carita muy dulce. Su madre estaba cerca. Lo supe porque llevaba un book de su hijaentre las manos, dispuesta a enseñárselo al que quisiera.
Cuando se levantó de la silla, me habría enamorado; es decir, me enamoró. Le habría echado fácilmente veinte años. La conversión del resto de las chicas fue más o menos igual. Las dos que me habían parecido feas se transformaron en dos mujeres sofisticadas y elegantes. Las que eran guapas se salieron.Las jóvenes reventaron. No hubo milagro de panes y peces, pero sí de exuberancias visuales. En algunas bastaba un pequeño toque para potenciar su morbo o producir un estremecimiento. Cuerpos ágiles, formas breves, expresión. Mientras ellas crecían, yo menguaba. Comenzaba a entender muchas cosas. -¿Te has cambiado la imagen?
-Sí, ¿te gusta?
-Te favorece, sí. El corte de pelo es genial. -Fue en Nueva York. Tuve un repente. Alguna correspondió a mi mirada. No es que fuesen sofisticadas, pero habituadas como estaban a los mirones, me devolvían una de total indiferencia. Marcaban distancias. Actuaban a la defensiva. Parecían hasta aburridas. Y pasaban de todo. El mundogiraba a su alrededor. No al revés. Creo que para ellas sólo había alguien superior: el creador que las contrataba y, tal vez, la agencia que las tenía en nómina. -Te he enviado dos o tres fax... -Hace un mes que no voy por casa. Me compraré uno de esos portátiles porque si no... Quedaba poco tiempo, pero una a una iban saliendo de la gestación estética o, mejor dicho, del reciclado visual. Ellas mismas se maquillaban o se retocaban después. Los cinco chicos daban la impresión de vivir ajenos a eso, aunque eran cinco especímenes de primera. A su lado, yo era una fotocopia. -¡Vámonos... al autocar! Las mujeres que habían entrado ya no tenían nada que ver con las que salían. Marcia Soubel, como Vania, Cyrille o Jess en su día, brillaba desde sus catorce años de esplendidez. Cuando salimos a la calle, el tráfico entró en colapso. Nadie dejó de mirar. Los que iban a pie contemplaron el desfile. Los que iban en coche pararon para atender a algo más prioritario. Entramos en el autocar, modelos y legión de peluqueros y peluqueras armadas con sus aperos de trabajo, y tuve suerte: me senté al lado de una de las modelos, solitaria y taciturna. Parecía de las más discretas... si es que algo allí podía ser discreto. Me presenté y, de camino a la estación del desfile, me contó algunas cosas más. No le importó que las anotara. Algunas eran reveladoras: «Cuando salgo a la pasarela, puedo comerme el mundo. La timidez y los nervios desaparecen.» «La edad no importa. Has de tener ilusión, ganas. Cuando la gente me mira y me admira, me siento bien.» «No quería ser modelo, no lo pensé. Pero me lo ofrecieron y... ahora me entusiasma.» «Las tops ganan millones y se les suben los humos. Yo antes era muy cerrada y ahora soy más abierta. Se madura antes.» «Cuando hago una sesión de fotos estoy muy contenta porque he superado la elección: el trabajo ya es mío, no he de competir. Pero haciendo fotosesiones te quemas antes: la gente te ve y te asocia con una marca, así que no te quieren para otra. En la pasarela, cuanto más te ven, más te llaman y te desean.» «Me encanta conocer gente. Es lo mejor.» «Por mi forma de cara, trabajo más fuera de Francia que aquí.» «Viajo siempre sola. Eso sí es aburrido. En los aeropuertos, aunque vayas normal, los hombres saben que eres modelo y te asaltan.» «Nos lo contamos todo, es importante. Un buen trabajo, un mal modisto, un buen fotógrafo... Hemos de protegernos unas a otras.» «¿Por qué siempre nos casamos con gente mayor, de dinero o famosa? Será porque no se acercan a nosotras chicos normales, o porque maduramos demasiado y muy rápido. Creen que somos inaccesibles. Bueno, no es mi caso...» Cuando llegamos al lugar del desfile, el mundo cambió. En la peluquería todo había sido calma dentro de las prisas. Allí ya no hubo ni un segundo de relajamiento. El director artístico tomó de nuevo el mando de la tropa. Las vestidoras y costureras se pusieron en movimiento. Cada modelo buscó en la zona de boxes el lugar en el que estaba su ropa, su pequeño espacio vital. El lugar era largo y angosto, y los vestidos, en los boxes, colgaban de las «burras», unos percheros de hierro. Cada «burra» tenía todoel conjunto, incluido zapatos, y el número de orden en el desfile. Asimismo, vi que cada modelo pasaba un mínimo de tres vestidos. Cinco las más. Las vestidoras, ataviadas de blanco, se colocaron al lado de sus modelos, una por cabeza, para ayudarlas en todo. Los peluqueros siguieron atendiéndolas, mientras Ivan se instalaba en un mostrador más grande, al lado del acceso a la sala de la pasarela. Ya había gente. Comenzó la primera puesta a punto. Las modelos se desnudaron. Sólo algunas se pusieron de espaldas o se taparon el pecho, muy pocas. La calidad, belleza y lujo de sus ropas interiores rivalizó con la que iban a ponerse. Ahí pude ver, en global y muy de pasada por la rapidez con la que lo hacían todo, sus cuerpos, delgados, algunos en exceso, como en su día lo fueron los de Vánia, Jess y Cyrille. Nuevas Chicas de Alambre. Después, la fantasía de los diseños de Michel de Pontignac tomó el relevó. Gasas de colores sin nada debajo, lentejuelas nada discretas, mucha carne al aire libre, muchapiel desnuda... Marcia Soubel, que a sus catorce años no podía entrar a ver según qué películas, llevaba uno de los más descarados: dos pequeños taponcitos en sus pechos y un triángulo entre las piernas, con un tul blanco y transparente por encima. Su madre la miraba orgullosa. Al día siguiente el mundo entero la vería así, prácticamente desnuda, y nadie diría que se trataba de una menor. Era una modelo.
-¡Cinco minutos!
Ya estaban a punto, pero era el momento de los nervios finales. Retoques, ajustes, consejos... -¡Ya sé que no puedes andar bien! ¡Ya sé que puedes caerte! ¡Pero hazlo, y recuerda: pasos cortos, caderas fuera, movimiento! ¡Mucho movimiento para contrarrestar los pasos cortos! Era Michel de Pontignac, cabello tintado en verde, una camiseta ajustada y dorada, hasta un poco más arriba del ombligo, pantalones rojos y zapatos con tacones y alzas de cinco centímetros.
-¡Vamos, vamos, Agatha, que eres la primera! ¡En posición! Era mi primer ritual. Pero para los demás no y, en cambio... lo mismo que en mí, daba la impresión de ser también el primero para casi todos y todas. A través del monitor interior, el director artístico contempló la sala, rebosante de gente, con las cámaras de los fotógrafos y las televisiones al fondo, y las primeras filas, a ambos lados de la pasarela, con la gente bien del momento, el «todo ­París», o el «todo­ todo» en el mundo de la moda internacional. ¿No había dicho Trisha que Pontignac era uno de los genios emergentes del momento?
-¡Dentro, música!
Comenzó el desfile. Y durante veinte minutos, puede que veinticinco, ellas salieron, caminaron, alucinaron al personal, regresaron, se cambiaron, mientras las siguientes lucían sus palmitos y sus ropas, y de nuevo salían las primeras, y así, sin solución de continuidad. Y lo mismo ellos, los cinco efebos musculosos herederos de los apolos griegos y romanos. Cada vez que entraba una chica, se la ayudaba a desnudarse y colocarse el siguiente vestido, e Ivan o alguno de los suyos la retocaba, y a lo peor una costurera le echaba un toque hasta el mismo momento de volver a salir. Casi parecía imposible que todo saliera bien, pero salió. Perfecto. Ninguna tropezó, ninguna desentonó. Funcionaba.
-¡Última salida! Y el colofón. La música subió de tono, arreció en forma de fanfarria. Los trajes más llamativos, al final, incluido un imposible traje de novia en gasas multicolores transparentes con bragas y sujetadores blancos.
Lo llevaba la debutante: Marcia Soubel. Llena de orgullo.
Después, los aplausos, las modelos sacando a un «sorprendido» pero feliz Michel de Pontignac, la gente puesta en pie.
La consagración, o la locura. Y también el sueño. La ilusión de haber creado una fantasía. Me preguntaba quién se pondría todo aquello. Pero ésa era la pregunta menos importante. La fiesta era la fiesta. Las modelos, las reinas, diosas oficiantes. Sólo entonces, cuando todo pasó, cuando la pasarela cerró la luz yel mundo de la trastienda se aisló de nuevo del exterior, vi cómo tres de las chicas hablaban con tres de los modelos, y cómo otra lehacia una seña a un cuarto indicando que luego se verían. El resto se cambió a toda prisa. Oí algo de «me está esperando mi novio», y «me voy a dormir, que mañana salgo para Milán», y «tengo una cena con...» Volvían a ser hombres y mujeres, vivos, humanos, con instintos. Me di cuenta de que estaba agotado. Física y mentalmente
agotado.

Las Chicas de AlambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora