1990

225 26 30
                                    

Era increíble, pero La Hacienda se había llenado de caras infantiles aquella noche. Cuando digo infantiles, me refiero a que había visto a Liam y a sus amigos. ¿Y qué tenían, diecisiete años o así? La máquina de sacar tabaco seguía en el lugar de siempre; las botellas de ginebra parecían no haber cambiado en años, si no fuera porque sabía que era imposible; ahora, acompañando a los posters de los Who y The Jam de las paredes, había también carteles de conciertos de los Stone Roses por todas partes.

Me había acercado a la barra, dejando a Chelsea y a una amiga suya de su trabajo al lado de un bafle donde se gritaban la una a la otra para poder oírse. Había prometido que la siguiente ronda pagaba yo. Chelsea seguía siendo mi mejor amiga de siempre, aunque habíamos estado distanciadas mientras yo no estaba. Su amiga no me caía bien. Ni mal. Era un ni fu, ni fa; pero ellas se adoraban. Al menos me habían propuesto salir de casa. Jenn tenía un trabajo como cajera en un Sainsbury's los fines de semana, así que o salía tarde o no terminaba de aparecer. Lena se había echado un novio de esos intensos con los que tienes que hacer todo, hasta comprobar que sus heces huelen como siempre, terrible. De Nicky nadie tenía ni idea, simplemente la vida nos separó. Quizá también se había echado un novio intenso.

Era la tercera ronda aquella que pagaba en ese momento. Aunque la amiga de Chels no me aportaba nada, esperaba que el combinado que iba a beberme sí lo hiciera. Me impacientaba para que el camarero terminara de rellenar los vasos con una parsimonia alarmante. Me pregunté si habría aire caribeño al otro lado de la barra, denso y caluroso que le impidiese actuar a velocidad normal. Esa desesperación anidándose en mi estómago me llevó a mirar a un grupo de chicos que hacían jaleo dando saltos y empujones para molestarse entre sí. Allí estaba Liam, con un vaso de cerveza en la mano, sonriendo al ver como un amigo suyo ―creo― salía despedido contra una pared porque otro le había chocado el hombro con la fuerza de un hooker del Saracens. Rodé los ojos ante tal acto de hombría adolescente, pero después de descubrir que al camarero todavía le quedaba poner la tercera copa, volví la vista a los chicos. Liam, con la cabeza ladeada y mirando al suelo, escuchaba como otro parecía decirle algo. Entonces él levantó la vista, preguntándole algo, moviendo la cabeza para enfatizar la cuestión. El otro chico miró hacia donde estaba yo y, segundos después, Liam me miraba también. Rodé los ojos al escuchar al camarero: «aquí tienes, guapa». Tomé los vasos como pude y me fui hasta las chicas.

No sé las veces que brindamos por nosotras y porque teníamos que quedar más a menudo y porque mil tonterías. Al menos estar con Chelsea se resumía a un montón de risas, porque tenía un humor fantástico, y a mi pesar he de reconocer que su amiga resultaba para mí cada vez más aguda a medida que la iba conociendo entre brindis y brindis y baile y baile. Fue en uno de esos bailes, en los que solía interiorizarme, cerrar los ojos y dejar que la música invadiera mi ser, que noté cómo me agarraban fuerte por debajo de la cintura y me levantaban por los aires. Había notado un subir y bajar algo por mi esófago, asustada y sorprendida. Mi primera y única reacción fue pegar en la cabeza al tipo que me tenía secuestrada lejos del suelo. «¡Suéltame, capullo! ¡Te reviento!». De paso amenacé con pegarle una patada en los huevos, aunque no podía hacerlo en realidad.

―¡Ay, ay! ¡Joder! ―dijo él, dejándome en el suelo, tapándose la cara con los brazos para zafarse de mis inútiles e indoloros manotazos.

―¡Liam! ―exclamé más como una queja que como una expresión de alegría.

―¡Aura! ―dijo él como más alegría que queja.

Me quedé mirándolo fijamente. Liam había cambiado un montón. Ahora era un chico más alto que había perdido ese desgarbo de la adolescencia que le hacía parecer un larguirucho de una ceja. Debía de ser más alto que Noel por poco, pero, sin embargo, su espalda era más ancha y parecía un chico más grande en todos los sentidos. Tenía una percha increíble de hombro a hombro. Llevaba el pelo cortado de manera sesentera y le quedaba realmente bien. Su mandíbula era más prominente y marcaba mucho sus facciones en las que se notaba que ya pasaba la maquinilla de afeitar más de dos veces en semana. Sus ojos azules eran tan claros e hipnóticos como los de sus hermanos, con la exclusividad de unas pestañas espesas y larguísimas que hacían de cada pestañeo una especie de show del West End. Liam se había hecho mayor, o estaba ya en pleno camino. Y, en efecto, estaba en camino de convertirse en un chaval muy apuesto. Jodidamente atrayente, hablando mal y pronto. Su media sonrisa al mirarme resultaba tremendamente tentadora para devolverle el mismo gesto. Ese porte y esa belleza peculiar, le hacían parecer un completo Adonis griego. Evidentemente, yo no pensé esto en las décimas de segundo que todo el mundo admite que le pasan las cosas por la cabeza. No, yo debí de tardar demasiado tiempo observándolo sin decir nada, sólo mirándolo recreándome en mis pensamientos y con mi sonrisa boba. Y debió de molestarle tanto silencio porque se atrevió a romperlo con un: «¿qué pasa, tengo monos en la cara?» y el adulto que yo me imaginaba que empezaba a ser se esfumó de delante de mi vista. Volví a rodar los ojos.

¿Qué sabes de Noel Gallagher ahora?Où les histoires vivent. Découvrez maintenant