Hello Gallagher #1

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Que hubiera derramado el café sobre la encimera de la cocina del apartamento no se debía a los nervios, era únicamente sueño. Puede que me metiera a la cama algo agitada y me costó unas cuantas vueltas en el colchón cansarme lo suficiente como para llegar a dormirme del todo. Pero no lo atribuía a los nervios, sino a volver a estar en marcha con proyectos nuevos; incluso podría hablar de que me hacían ilusión aunque no lo hubiese apostado antes de volver de París. Nunca ha sido un secreto que tiendo a exagerar las cosas y, sin duda, cuando se trata de emociones puedo llegar a rayar lo absurdo. Quizá me había vuelto maniática controladora con los años bajo tanta responsabilidad de los proyectos de mi vida laboral, pero ya de joven apuntaba maneras por preocuparme más de la cuenta por las cosas del trabajo. De hecho, en aquel Fish & Chips, Sam siempre me decía que nadie me iba a dar ningún premio a empleada del mes aunque me dedicase a cuadrar los horarios de todas mis compañeras y a contar la caja hasta el último penique. Pero soy así, ¿qué le voy a hacer?

Era una mañana mitad soleada mitad que parece que va a acabarse el mundo, que es algo muy común en Inglaterra cuando una nube es demasiado espesa como para que el aire la quite de en medio, sin embargo no olía a que fuera a llover ―aunque eso puede ser una mera ilusión y que a media mañana definitivamente se acabe el mundo―, pero esa no fue la razón por la que no cogí un paraguas. Tampoco limpié el café de la encimera y apenas pensé en la parca verde que me ponía mientras salía dando voces por la puerta diciéndole a mi hijo que llegábamos tarde. Cinco minutos tarde, de momento.

―¡No encuentro mi chupa, mamá! ―le escuché decir, viniendo hacia mí mientras yo tenía la tarjeta de la puerta de la habitación en la mano y las luces se habían apagado.

―¡Pues apriétate bien la bufanda y listo!

―¿Estás loca? ¡Hace frío! ¡Aquí sólo hay uno tuyo!

―¡Oye, jovencito, de loca nada!

Y de repente, cuando dejó de mirar al perchero, a todos los rincones del recibidor y me miró a mí, empezó a reírse.

―¿De qué te ríes, idiota? ―le pregunté, con cariño siempre.

―Mamá... llevas mi abrigo puesto.

¿Podía ser verdad que estuviera loca? Aún lo dudaba. Tomé aire profundamente y conté hasta tres antes de quitarme la cazadora. Contuve el aire mientras intentaba averiguar el momento en el que me había confundido al salir, porque tenía en la cabeza demasiados pensamientos: la llave de la habitación, las luces apagándose, el bolso lleno de sus respectivas cosas inútiles y al fondo las llaves del coche alquilado, el carmín para pintarme los labios en el ascensor... Al final, mirando a los ojos a Julien, estallé en una carcajada que acompañaba las suyas. Descolgó mi gabardina del perchero, me la tendió mientras negaba con la cabeza y me miraba como quién mira a un perrillo desamparado en pleno invierno en mitad de Manhattan, con menos cinco grados en la calle y en plena noche de Navidad, y, a pesar de mi ceño fruncido por su falso ataque de compasión, salió al pasillo cerrando la puerta como si nada.

―Estás loca, mamá ―dijo tan seguro, mientras se abrochaba la parca hasta arriba del todo, que hasta yo asentí y me lo creí. A fin de cuentas, lo tenía todo en mi contra para negarlo.

Pulsé el botón de la llave y escuchamos el "tuit-tuit" del cierre centralizado del coche que había alquilado la tarde anterior. Un Fiat500 diminuto, pero muy cuco. Cabe destacar que entré, me senté, me quité el abrigo, me puse el cinturón e intenté conducir en el lado del copiloto, donde no había volante ni pedales. Julien y yo nos miramos, nos resignamos, nos desabrochamos sendos cinturones y nos bajamos del coche para cambiar de asiento.

¿Qué sabes de Noel Gallagher ahora?Where stories live. Discover now