Los Cofres del Saber (capítulo 8 y 9)

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Cuando Ignacio apareció en escena algo bloqueó la señal de Vladymir, fue como si sintiera unas interferencias en su interior y un sonido agudo le perforara el cráneo. El muchacho encapuchado, al ver a Sara en el suelo y a Ignacio acercándose a él, se fue corriendo, y Vladymir se quedó en las escaleras, con una ira irrefrenable apresándole, con la certeza de haber perdido el rastro de Sara. 

                                                                       Capítulo 9

Me dolía la cabeza de una manera intensa. Sendos calambres me subían por la nuca acribillándome el cráneo como si miles de alfileres se fueran clavando en cada milímetro de mi cerebro. Mis tripas estaban revueltas, como si lo poco que había cenado esa noche se estuviera retorciendo en el estómago. Me dolía el golpe, el labio se me había hinchado, de las encías no paraba de manar sangre que me iba tragando, aumentando así la sensación de mareo.

Ignacio llegó justo a tiempo y me levantó del suelo. ¡Cómo le eché de menos todos aquellos años! Tenerlo tan cerca, ver aquellos ojos redondos de un marrón pardo que resaltan en su pálida tez, descubrir cómo había cambiado, la expresión tensa y adusta en su rostro chupado, como si algo la estuviera reconcomiendo….

¡Fue como si todo el tiempo que habíamos estado separados se hubiera fundido en la nada!

-¿Estás bien? -me dijo, pasando su brazo por mis hombros y permitiendo que apoyara el peso de mi cuerpo en él.

-Tengo un intenso dolor de cabeza y estoy bastante mareada –contesté, intentando componer una sonrisa-. Pero me alegro de que estés aquí. ¿Por qué estás tan preocupado? Te has adelgazado mucho….

No me dijo nada Contrajo la cara en un rictus extraño, parecía como si varios sentimientos encontrados lo sacudieran y no se decantara por ninguno. El miedo se palpaba en los labios carnosos que se habían convertido en dos finas láminas azuladas, la tensión le agarrotaba la mandíbula y hacía rechinar un poco los dientes que se mantenían apretados, pero en sus pupilas refulgía una luz especial, un brillo de emoción, una puerta a la ilusión que sentía al rencontrarme.

-Vámonos de aquí. -Me ayudó a caminar por el callejón oscuro y desierto-. Hemos de encontrar un sitio seguro. ¡No sabes en qué te has metido!

-¿De qué hablas? ¿En qué me he metido? -repliqué nerviosa-. ¿Dónde me llevas?

Volvió a tragarse la contestación. Ejerció una leve presión en el brazo que había pasado por mis hombros para instarme a caminar y guardó un mutismo absoluto ante la ametralladora de preguntas en la que se convirtió mi boca.

Pasados unos diez minutos de intento infructuoso de saber qué estaba pasando me callé y empecé a seguir su ritmo de avance. Caminaba con pasos largos y poderosos, sus músculos escuálidos se tensaban en el torso mostrando una preparación que pasaba desapercibida a simple vista. No resollaba como yo ni parecía que cargar conmigo le reportara un esfuerzo extra.

Avanzamos sin rumbo fijo entre el enjambre de callejuelas que conforman el Barrio Gótico de Barcelona, dando giros inesperados, retornando una y otra vez al mismo lugar, como si la idea de Ignacio de salir de ahí consistiera en rodear las calles para averiguar cómo convergen en un mismo sitio.

Me costaba caminar. La cefalea aumentaba de manera considerable, parecía como si una voz lejana intentara acceder a mis pensamientos, como si el embiste de esa voz amplificara los pinchazos que se ensañaban con mi cráneo. Sentía nauseas. Las arcadas se precipitaban por el tubo gástrico y apenas podía controlarlas, pero a pesar de instar a Ignacio a parar, de revelarle mi estado, él continuó caminando al mismo ritmo, como si mis quejas fueran ajenas a sus pensamientos y no llegaran a penetrar por sus pabellones auditivos.

Los Cofres del SaberWhere stories live. Discover now