Nadie te escuchará (Ada Jiménez)

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Agazapado tras un frondoso árbol de ciprés, Pacífico Santana observaba el monstruoso hipermarket inaugurado hace unos pocos meses atrás. El movimiento humano en los pasillos de alimentos, bebidas y demás, se reflejaba a través de los grandes ventanales.

Contempló a toda esa clientela con envidia. El dueño del establecimiento tenía el bolsillo gordo de tanto dinero que se embolsaba gracias a ellos, mientras que él estaba comiéndose la camisa.

Hubo un tiempo en que también ostentó similar grandeza y economía vigorosa, pero eso ya era historia. De su negocio solo quedaban tablas roñosas y unos cuantos productos prescritos reposando sobre éstas, como recordatorio de un éxito pasado.

Apretó los dientes. Furioso, derrotado... No, derrotado no. Rectificó.

Desde pequeño le enseñaron a no albergar sentimientos venenosos. Pero ¿de qué le había servido ser tan magnánimo y moralista?

Dejó que el odio y la venganza fluyeran sin obstáculos.

Se acabó el ser bueno, de respetar normas de conducta aceptadas por la sociedad.

Esas virtudes no eran más que su punto débil para otras personas. Los últimos acontecimientos le habían enseñado que era preferible ser un hijo de puta antes que dejarse ver la cara de pendejo.

Examinó a una de sus víctimas salir del almacén, con una perversidad aterradora. Todos los que se aprovecharon de su buena voluntad pagarían su osadía, empezando por esa fémina.

Iba a rescatar la escasa dignidad que le quedaba.

Sin embargo, sus malignas intenciones debieron ser pospuestas por unos instantes. Un sujeto se acercó con un ramo de girasoles en las manos y se lo entregó a la mujer. Ella miró nerviosa a ambos lados. Pacífico conocía el porqué del estado de alerta de la mujer. Ese secreto le ayudaría en sus planes.

En cuanto advirtió que se quedó sola, salió del escondite. Se acomodó el traje y fue hasta ella con caminar despreocupado.

—Buenos días Matilde —la saludó—. Veo que compraste muchas cosas. ¿Tienes visitas? Exquisitos girasoles, por cierto.

—Pacífico... —exclamó. Sorpresa y algo más se reflejó en el rostro femenino—. Tú por aquí.

—Ah, imagino por qué lo dices. Sé que dije que nunca pisaría este lugar porque fue el culpable de que mi negocio se fuera a pique. Las personas cambian, ¿sabes? —sonrió enigmático—. Estaba molesto. Este supermercado no fue el causante de mi fracaso comercial. Yo fui el único culpable, el fiar fue lo que me llevó a la quiebra —se lamentó cabizbajo.

—Pacífico... yo —balbuceó ella, acalorada por la vergüenza—. Si lo dices por mí... quiero que sepas que estas compras las hice con tarjeta de crédito, aún no tengo efectivo para pagarte lo que te debo.

Pacífico respiró profundo, conteniendo la ira. Hace semanas atrás descubrió que la situación financiera de la mujer había mejorado considerablemente. A pesar de ello, cancelarle no era tan importante como pagar sesiones en el centro estético.

—No Matilde, no lo digo por ti. No te sientas aludida —mintió—. Sé que tu situación económica no es tan buena. Te seguiré esperando el tiempo que sea necesario —le dedicó una mirada bondadosa, gesto natural en él, evocaba confianza y evitaba sospechas. Y que para su desgracia, también era la causante de todos sus problemas.

—Muchas gracias por la espera, Pacífico. Te juro que en cuanto pueda te pago —dijo con una hipocresía que lo irritó.

—Déjame llevarte a tu casa. Mi auto está por allí —señaló a un viejo Wolkswagen rojo.

Relatos espeluznantesWhere stories live. Discover now