Bienvenido a Elandria (Daniela Lopez)

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Llegué a Elandria con una simple maleta, polvo en la ropa y miles de recuerdos por olvidar.

Había escuchado de ese lugar al que van los que ya no tienen esperanza de las ciudades y sus habitantes hace algunos años. Me di cuenta de que las historias eran ciertas en cuanto el polvo del camino levantado por los caballos se disipó.

Aquel pueblo estaba compuesto por sencillos edificios de una planta en los que apenas podrían vivir dos o tres personas, aunque estaba seguro de que me equivocaría. A la gente de las afueras no les molesta el hacinamiento, condenados a la ignorancia de sus propias pequeñas celdas.

Sus edificios públicos se limitaban a una barbería, una botica y claro, una iglesia bastante decente comparada con el aspecto de sus feligreses, erigida justo en la mitad de Elandria. Niños, adultos y ancianos mugrientos por el afán del campo acudían al repicar de las campanas como si de un hechizo se tratase, atendiendo a la llamada del parroquiano que a la brevedad les hablaría de la miseria en la que estaban sometidos como si fuese un regalo divino.

Y ellos seguirían acudiendo, pensando que todo lo que conocían era suficiente para agradar a su dios, pensando que al morir éste les recompensaría. Si todos creyeran eso con fe totalmente ciega, no quedaría nadie con vida en esta tierra. Eran un pequeño retrato de la hipocresía y estupidez humana.

Con todos esos pensamientos en mi cabeza despedí al cochero, alzando mi maleta mientras me envolvía en una nueva nube de polvo cuando caminaba hacia la que sería mi nueva casa.

Abrí la puerta que me recibió con un sonoro chirrido y escuché un aleteo incómodo adentro. Mientras comenzaba a pensar en cómo me desharía del nido de cualquier criatura que hubiese decidido compartir morada conmigo, una figura negra y alargada se restregaba contra mis pantorrillas ronroneando con fuerza. No pude evitar pegarle un puntapié que lo mandó volando a la calle.

No supe de dónde había llegado. La repugnancia que me causaba su presencia no se comparó al susto que tuve en ese momento. Odio profundamente a esos animales y al parecer, después de ese primer encuentro el gato tampoco me tuvo en gran estima.

Parecía incómodamente familiar. Sus ojos brillaban con un odio que no había visto en mucho tiempo. Infundían una clase de miedo tan instintivo que solo los animales comprenden. Sabían algo de mí. Aquel instante me regresó algunos años atrás, hasta que el gato se perdió por donde había venido.

Traté de espabilarme al cruzar el umbral de la puerta. Un pequeño murciélago bastante asustado colgaba del techo, la oscuridad le había servido de resguardo en la humedad de aquella estancia.

Parecía que nadie había entrado en ese lugar durante demasiado tiempo, a pesar de que mis cosas habían llegado menos de una semana atrás. Las paredes estaban resquebrajadas y enormes telarañas sin dueño cubrían cada esquina. Me causaba escalofríos pensar en que dormiría esa noche en tal compañía.

Me dediqué el resto de la tarde a limpiar el polvo de los pocos muebles que llenaban la casa. Batallé con una fiereza insana contra la suciedad, logrando tener todo listo poco después del anochecer.

Finalmente me tiré en la cama, los pies me ardían y la cabeza me zumbaba. No había sentido un cansancio como el que me embargó esa noche.

La luz de la vela iluminaba la estancia con un brillo débil y titilante, dibujando sombras en figuras inimaginables, sacadas del mismísimo infierno. Creando espectros incorpóreos que luchaban por salir de su reino de oscuridad. Mi pulso comenzó a acelerarse, mientras veía como se movían en contra del ritmo de la flama que encendía mi habitación.

Relatos espeluznantesWhere stories live. Discover now