Ella (Daniel Fuentes)

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Avanzaban tomados de la mano. El camino era lodoso, las lluvias ese año habían sido fuertes, cosa que favorecía a la cosecha. A ambos lados del camino los surcos de maíz se alzaban, verdes y ominosos, ya que parecían ocultar cosas. Al menos esa era la sensación que él tenía.

Un ligero viento soplaba sobre sus cabezas y mecía a los surcos, que danzaban y susurraban de un lado a otro. No obstante, él sabía que había algo más en medio del maizal que con tanto esfuerzo sembró. Su hijo lo sabía, observaba atentamente a la derecha de ellos y ambos escuchaban que paralelo a ellos, alguien caminaba a su mismo paso.

—Es ella. —Repetía el niño mientras meneaba la cabeza como un metrónomo. Eso lo desesperaba pero no podía reclamar, su hijo no era igual que otros niños. Era diferente, en su mente, especial. No merecía lidiar con lo que hacía semanas batallaban noche tras noche. Algo en lo que antes se negaba a creer, pero que con el correr de las noches, había visto con sus propios ojos.

Una mujer sin piernas, olor a azufre...

Tambores, tambores, tambores.

—Quiero mi dona, papá. ¡Dona, dona, dona! —Vociferaba el pequeño.

—Ya que lleguemos a casa, hijo. —Contestó mientras observaba el horizonte. El camino estaba próximo a acabarse y su cabaña ya estaba a vista. Contempló el cielo, algunos nubarrones grises avanzaban perezosos, ensuciando el purpúreo ocaso que ocasionaba el sol que ocultase tras unas montañas, dejaba tras de sí un manto oscuro.

Llegaron al círculo donde estaba edificada la cabaña. Alrededor de este solo había maíz. Nunca imaginó que esa cosecha que los mantenía a ambos por todo un año ahora le diera miedo. Una vez pusieron pie en la grava del patio, los pasos que los seguían se detuvieron. Ella siempre esperaba ahí hasta que el sol terminara por ocultarse del todo.

El niño entró corriendo a la casa, llamando a su madre. Eso le rompía el corazón. Ya nada era igual sin ella. Con impotencia se quedó afuera de la cabaña durante un rato, viendo como el día moría y vomitaba a la noche. Observó hacia el maíz. No había duda que algo le regresaba la mirada. Tomó varias piedras y las aventó con coraje.

—¡Déjanos en paz! —Gritaba mientras lo hacía. Pero sabía que eso de nada servía. Esa cosa vendría esa noche, como las noches anteriores. Pero ese día era especial, porque aunque no tenía idea el cómo, sabía que esa noche sería la última.

Entró a la casa. La cual tenía todas las luces encendidas, aunque sabía que no sería por mucho tiempo. Preparó las velas y el encendedor para tenerlas siempre a la mano. Encendió varias para estar preparado. Cargó el rifle que había comprado semanas antes, cuando pensó que los ruidos de pasos que escuchaba afuera de su casa por las noches eran provocados por algún ratero.

Lo tuvo todo listo, y sintió miedo.

Padre e hijo dormían en la sala, la cual tenía una buena vista de los alrededores ya que había quitado las cortinas con el fin de observar la dirección de donde ella venía. La cabaña solo tenía un piso, así que esa pequeña trinchera había sido exitosa en las ocasiones anteriores. Lo que le preocupaba es que un par de noches atrás, ella por fin había entrado a la casa. La vio, alta y pálida, con una sonrisa torva y dientes amarillentos. Vio en sus ojos el infierno, la maldad y escuchó esa voz rasposa que le erizó cada vello de su ser.

—El niño. —Le dijo—. Dame al niño. Por un momento no había podido moverse, pero después, cuando vio que las manos largas y con garras de la bruja se acercaban a su hijo, apuntó y disparó a quemarropa. La cosa chilló y se fue, pero no murió.

Al día siguiente fue a ver al párroco, quien no le brindó ayuda alguna, así como la demás gente del pueblo. Muchos decían ver una luz sobrevolando por los maizales de su propiedad, y nadie quería verse involucrado con una bruja. Se sintió decepcionado, pero aceptó de buena gana el agua bendita que el párroco le ofreció.

Relatos espeluznantesWhere stories live. Discover now