Quince.

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- Brad- susurró una voz a mis espaldas.

- ¿Eh?

Me giré y la vi, allí de pie, aguantando las miradas de burla y sorpresa que le lanzaban los alumnos al verme hablando con una chica... "fuera de mi nivel".

- ¿Qué pasa?- pregunté, curioso.

Tenía que haber pasado algo muy gordo para que ella me hablase a mí, siendo yo el que debería iniciar una conversación.

Interesante.

- Yo...- titubeó mínimamente.- Te vienes a mi casa. Ahora- su tono cambió completamente para dar paso a uno rudo.

- Vale- dije entre risas. Esta situación era cómica.

- Vámonos- exigió.

- ¿Ya?- sonreí de medio lado, en un intento de derribar sus muros de frialdad con algo de coqueteo-. Muñeca, espérate un rato, dame tiempo para despedirme de mis amigos- señalé a un grupo de chavales tan sorprendidos como todos los demás.

Ella resopló. Seguramente esperaba mi reacción, pero no dijo nada, simplemente se fue andando.

«No te defiendes frente a los insultos, pero mantienes tu orgullo frente a mí, ¿eh?»

- Me voy, chicos. La damisela me espera.

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Nada más llegar a su casa, Lidia (su madre), me recibió alegremente, como si fuera un viejo amigo, o el hijo de este.

- ¡Brad, cariño! No te esperaba hoy por aquí- y plantó dos sonoros besos en mis mejillas.

Todo parecía irreal. ¿Por qué tenía esa sensación incómoda que me decía que tal vez estuviera viviendo un sueño de mal gusto?

- Yo tampoco me esperaba por aquí...- susurré casi imperceptiblemente, aunque juraría que las dos mujeres lo escucharon.

- Hija, hay comida en la cocina. Tomad algo, debéis de tener hambre.

- Vale, mamá- contestó ella cogiendo mi mano para dirigirme a la cocina.

Mientras caminaba observaba la amplia casa que se alzaba ante mi mirada. Paredes blancas, impolutas; cuadros de flores y otras especies vegetales; citas de grandes escritores como Shakespeare o Poe enmarcadas en madera reluciente... Pero nada de mármol, ni ribetes de oro. Decoración escueta, no rimbombante o de bolsillo caro.

Extraño.

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No habíamos hablado nada durante la comida. Ni una palabra. Me había servido un plato y se había sentado frente a mí, lo suficientemente lejos como para no tener que rozarme en ningún momento.

Y ya empezaba a desesperarme.

- ¿Para qué me has traído a aquí?- exploté, tras media hora callado.

- Quiero que recuerdes.

Y se calló.

- Explícate- exigí, con una paciencia agotada.

- Dame tu plato.

Con prisas y sin mirar casi lo que estaba haciendo, le tendí mis cubiertos con la mala suerte de que antes de que ella los agarrara se calleran de mis manos. Ella logró atrapar el plato de porcelana y el vaso de cristal de una forma casi sobrehumana.

- Buenos reflejos...- admití agachándome para recoger el tenedor y el cuchillo.

Ella resopló mientras metía cuidadosamente los platos en el lavavajillas.

- ¿Y bien?- preguntó, con los brazos en jarras y el ceño fruncido.

- ¿No me ibas a contar algo?

- Ajá- y salió apresurada de la habitación.

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- Antes de que nadie te cuente historias que mienten sobre mi pasado, quiero que me preguntes todo lo que quieras e intentaré responderte.

Estábamos en el salón, sentados en dos sillones azules que (si recordaba bien) los había visto en el Ikea de exposición.

«Qué forma más rara de decorar una casa como esta...»

- Eh...- me tomé unos instantes para decidir cuál será mi primera pregunta-. Dijiste que te conocía de algo, pero yo no te recuerdo. ¿Cuándo nos conocimos?

- Buena pregunta- admitió-. Yo solía ir al mismo parque que tú, los jueves, a la misma hora. Recuerdo que jugábamos al escondite, eras mi amigo por las tardes, una vez a la semana...- su tono de voz fue desapareciendo poco a poco, como si no quisiese recordar aquella época.

- Yo no me acuerdo de nada de eso- afirmé, rebuscando entre los recovecos de mi pasado, sin obtener resultado alguno.

- Entonces mi padre murió, mi madre se casó y yo me fui. Pero eso ya lo sabes...

- ¿Qué pone en ese cuaderno?

Sonrió amargamente y en sus ojos azules brilló el agua salada de una lágrima que no dejó escapar.

- Creo que va siendo hora de que te confiese algo- susurró, pensativa.

Se removió impaciente en el sillón azul y por fin decidió hablar.

- Yo nunca he tenido más amigos que tú cuando era pequeña... Sí que tenía amigas, pero de eso hacen ya varios años. Por eso quería hablar contigo, comprobar si eres el mismo niño caritativo que eras cuando te conocí... Y de verdad que me gusta charlar contigo, me ayuda a superar mi pasado, pero aún así, no sé si debo confiar en ti.

Yo abría y cerraba los ojos, perplejo, asimilando la nueva información.

- Si me lo pides, yo te guardo el secreto. Como un confidente, o psicólogo personal, ¿sabes?- intentaba que hablara.

- Vale, bien- dijo, más alegre, y me pareció ver un atisbo de sonrisa en su boca-. Quiero que veas esto.

Me tendió el cuaderno. Ese objeto misterioso de la caja, y yo lo abrí por la primera página.

«Martin Blanchet II. Muro de misericordias que ofrecer al Señor.»

Antes de seguir leyendo, ella me quitó en cuaderno de las manos.

- Todo lo demás son cuentas, firmas y sellos- explicó.

- Pero, ¿quién es Martin Blanchet II? ¿Y a qué se refiere con "muro de misericordias que ofrecer al Señor"?

Ella soltó una risa por lo bajo.

- El muro es una lista, las "misericordias" son impuestos, y el Señor es el hombre al que Martin Blanchet II no llegó a pagar. Martin es mi hermano mayor.

Lo que ella no sabía era que toda esa conversación estaba grabada en mi teléfono para siempre.

No me odies, Daniela. [C O M P L E T A]Where stories live. Discover now