Capítulo VI: La salvación

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-Sí, Liz. Soy yo. -respondió.

Un anillo resplandeció en su dedo anular. Tomé su mano y besé cada uno de sus nudillos. El calor que desprendía su cuerpo era tan real que decidí entregarme por completo a la locura. Caí a sus pies y me abracé a sus piernas.

Supliqué a Dios que estuviera viva. La necesitaba más que a nada en el mundo.

-Promete que si muero vas a estar ahí, mi amor -sollozaba.

-Liz -se puso de rodillas frente a mí- no quiero que mueras. Aún tienes cosas por hacer.

Me besó en los labios. Sabía a primavera, al color de la mañana. El verde del bosque me envolvió en un solo gesto que devolvió la vida a mi corazón.

-¿En serio eres tú? -las lágrimas en los ojos me bloqueaban la visión de su rostro inmaculado.

-Sí, mi amor.

Limpió con su pulgar una gota que resbaló hasta mis labios, y me dedicó otra sonrisa de fantasía.

-Quédate conmigo. No me dejes morir solo, Lisa.

-Hoy no vas a morir. Levántate -se puso de pie y me tendió la mano.

Su tono de voz hablaba lo mismo que sus ojos. Si era mi mente creándome aquel último rayo de esperanza, lo estaba haciendo de maravilla. Agradecí a cualquier ente creador la perfección de la que goza el cerebro humano.

La miré decidido a cualquier cosa. Si Lisa estaba conmigo, era más que un dios. La besé de nuevo, ahora con pasión. Sentí una erección crecer entre mis piernas. Me avergonzaba de mí mismo porque las visiones de la muerte lograran excitarme.

Se separó de mí y la vi perderse entre las llamas, que amenazaban por alcanzarme. Corrí a uno de los ventanales que seguía sin romperse y traté de abrirlo. Con el calor impidiéndome respirar, volví a agacharme a ras de suelo para conseguir algo de aire.

Intenté abrir en dos ocasiones más, pero el metal caliente se pegaba a mis manos, que ya estaban en carne viva. Tomé mi violín de la banca en la que lo había dejado y metí dentro del estuche las cartas. El vestido rojo había desaparecido.

Corrí al altar tosiendo como si la vida se me fuera en ello. El humo ya envolvía todo el lugar, mientras que las llamas aun no llegaban a donde me encontraba. Me tiré al suelo para tratar de encontrar la puerta de la sacristía. Arrastrándome sobre mi estómago y con el violín a la espalda, logré coger uno de los candelabros que adornaban la catedral.

Me puse de pie al alcanzar la puerta. Golpee con el candelabro hasta que la madera que rodeaba la cerradura se partió. La empujé con todas mis fuerzas, aguantando la respiración. Sabía que me desmayaría en pocos segundos.

Mi visión era borrosa, más allá del humo que bloqueaba la luz de las velas que ahora se unían al incendio. El brillo del fuego dentro de la iglesia era acogedor. Llamaba, y consumía todo aquello que tocaba. Los rostros de las figuras se desfiguraban en gritos salidos del infierno. Gestos demoníacos bailaban en las sombras al compás del caos y el terror.

El fuego aun no alcanzaba la sacristía, pero tardaría poco en hacerlo. Me apresuré por alcanzar la salida a la calle. La busqué a tientas en la oscuridad. Los ojos me ardían y comencé a sentir las ampollas formarse en mis palmas.

Pasaría mucho tiempo para que pudiera volver a tocar el violín. Mis manos estaban rígidas del dolor. Rogué en silencio que todo eso fuera algo temporal.

Tras encontrar la puerta, me di cuenta que estaba abierta y de una patada ya estaba fuera de la iglesia.

Recordé mi episodio de fe dentro de aquel recinto. Escupí en la puerta de la sacristía y maldije tres veces el nombre de Dios, mientras trataba de recomponerme.

El ardor de creyente solo había logrado que me rindiera a la muerte. ¿De qué servía la mediocridad para los seres humanos? La felicidad que la ignorancia les regalaba.

Estuve un tiempo a cuatro patas escuchando el clamor de las almas en el infierno, viendo como los cuadros se deshacían y los ventanales cedían ante las llamas, mientras recobraba el aliento entre gemidos y suspiros desesperados.

En cuanto pude, caminé a mi casa entre el griterío de la ciudad. La gente se empujaba para correr a ayudar en la iglesia. Detrás de mí, la columna de humo llegaba hasta el cielo y se perdía al tocar las nubes. Las llamas alumbraban las calles principales con un resplandor antinatural. Por la calzada, la luz se expandía alzando sombras fantasmales de todos los que se acercaban a contemplar la hoguera de expiación.

El fuego ardía por todos nuestros pecados, y los consumía sin rencor ni arrepentimiento.

Estaba casi seguro de que nadie me vería. Casi.

Llegué a casa para darme cuenta de lo poco que había comido en esos días. Seguía respirando con dificultad para cuando me vi en el espejo. Tenía el cabello revuelto al grado de parecer un vagabundo y con ello mi barba de varios días no ayudaba en lo absoluto. Había rasgado mi traje en varios puntos, y no supe en qué momento me dejé un zapato.

Miré más afondo en las sombras que rodeaban mis ojos. Llenas de hambre, sangre y recuerdos. Mis manos ardían llenas de ampollas. Todas y cada una de mis articulaciones clamaban a gritos algo de misericordia que no era capaz de darles.

Me armé de valor finalmente para lavarme. Sentí como el agua recorría mi cuerpo por completo al entrar en la regadera. La cortina de agua me cegaba, mientras olía la suciedad desprenderse de mi piel junto con la culpabilidad de esa noche.

La ceniza que tenía en el cabello corría por mi rostro y la carne de mis manos chillaba. Sentí el rojo de la sangre desprenderse de mí. Lloré de nuevo por lo que las cicatrices significarían y hacían. ¿No volvería a tocar? Eso no lo sabía, pero prefería morir en el instante.

La voz de Lisa hablándome al oído regresó a mí. ¿En serio la había visto? Mi desesperación habría logrado llevarme a la locura. Después de mucho darle vueltas, dejé que mis pensamientos se fueran por el desagüe.

Decidí no afeitarme. Solo recorté mi barba con dificultad después de vendarme las palmas. Regresé a la carta que Zether me había entregado. El viejo había salido de la ciudad con la cola entre las patas, y de eso habían pasado varios años ¿sería capaz de culparle de incendiar la iglesia? Nunca. Nadie me creería y ni siquiera pude verle el rostro.

Z era evidentemente Zether, pero dijo que era un amigo. ¿Qué propósito tendría de ser él? Me habría matado en cuanto pudo. Incluso podía incendiar la iglesia desde la sacristía y dejarme sin escape, pero ¿cuál habría sido el fin? La muerte, y eso no era lo que querían. Ahora sabía que Z no era uno.

Abrí el sobre. La caligrafía ahora me resultaba inusualmente familiar.

"Me alegra que estés bien.

Hoy no es el día que quiero que mueras.

Pr:6:16-19"

Ahora ya estábamos hablando claro. La biblia ya estaba en mi regazo en ese momento.

"Seis cosas aborrece Jehová,

Y aun siete abomina su alma:

Los ojos altivos, la lengua mentirosa,

Las manos derramadoras de sangre inocente,

El corazón que maquina pensamientos inicuos,

Los pies presurosos para correr al mal,

El testigo falso que habla mentiras,

Y el que siembra discordia entre hermanos."

Sobre el abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora