II

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Qué tiene de malo perder la razón, no es la primera vez que mi mente falla, pensaba acostado en la cama.
Al despertarme en el jardín, subí lo mas rápido que pude a mi habitación, a buscar calor y paz en mi almohada.
Con seis años mis padres me llevaron al neurólogo, porque solía pasar largos momentos con la mirada perdida, absorto en mis pensamientos, no recuerdo que tipo de pensamientos, pero terminaba el trance empapado en sudor. Después de varios exámenes con chupones adheridos al cráneo y demás instrumentos, el neurólogo sentenció que era un niño sano, nada anormal. Esos episodios cesaron con los años y no fue hasta este incidente que no había vuelto a preguntarme si no se habría equivocado aquel médico y qué tan normal soy.

Al día siguiente, durante el desayuno no despegaba la mirada del lugar donde vi a la mujer. A través de la ventana el pastor alemán también lo observaba y olfateaba el lugar una y otra vez. El debió haber visto lo mismo, me decía, tratando de afirmar un hecho, que escapaba a todo análisis racional.
A pesar de la corriente de aire que transitaba la casa, me habían transpirado las axilas y el polo estaba manchado como si hubiera corrido una maratón de verano.
Las imágenes de la mujer me dejaro en paz con el pasar de los días y los deberes de mis estudios universitarios ayudaron, también. Sin embargo, el olor que sentí en el puente peatonal y en el jardín, no me dejaban descansar. No se si estaba impregnado en mi memoria o metido en mi nariz, pero llegaba a mi junto con el aire que entraba por la puerta de mi habitación, por la puerta de la cocina, por la sala, estaba en toda la casa. Un olor fétido como el de la carne descompuesta, era nauseabundo y ácido, esparcido en pequeñas dosis por el ambiente, tan sutil como para poner en duda su existencia.

No sería una alucinación, eso me causaba más ansiedad, cómo enfrentarme a algo que no es real. Mi concentración en clases y la sensación de que estaba volviéndome loco no eran compatibles, mi apetito disminuyó y no podía dormir.

Necesitaba saber que fue lo que vi y descubrir de donde proviene la pestilencia. Quizás nadie podía explicar lo que vi, pero si contaba con alguien, un ser de olfato superior, mi pastor alemán. Estuvo esa noche conmigo y daba por seguro que el podía olerlo mucho mejor.
Deje de asistir a las clases de la universidad y, a lo que más extrañaba, a casa de Carolina, para dedicarme a observar el comportamiento del perro en ssu rondas por el jardín.

La bruja grisWhere stories live. Discover now