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Una noche caminaba de regreso a casa, no tenía un sol en el bolsillo. La ruta era larga entre calles y avenidas abarrotadas de autos. Debía cruzar la avenida Javier Prado por el puente peatonal a la altura de la Universidad de Lima. Fue cuando parado a la mitad del puente, apareció una mujer pintada de gris, toda ella.

Una figura de rostro duro y de facciones toscas. De un mirar inquietante, parada frente a mí, suspiró, como si me hubiera estado buscando. Levantó sus brazos a la altura de mi cuello, con sus largos y huesudos dedos me apretó las mejillas. 

Una sensación de vacío me recorrió todo el cuerpo. El contacto de sus dedos fríos en mi rostro, y ese respirar agitado que resaltaba sus pechos, cubiertos tras esa blusa de lino, me congelaron en el acto. No pude decir palabra alguna. Su larga cabellera era cana y en su pálida tez se reflejaban las luces de la ciudad. Atento y alerta, continuaba ella mirándome fijamente a los ojos. 

Estuve perdido en su pupilas, no sé cuánto. Presionó un poco mi rostro y lo acercó a sus labios rajados. Besó mi frente y dijo, "de la copa de tu ilusión beberé por siempre".  Se alejó, pronto, caminando o flotando, no pude ver bien.

Continué el camino a casa de prisa, tratando de no pensar en ello. Una vez en casa, no estaba seguro de si en realidad ocurrió, como un recuerdo lejano que parece haber sido más un mal sueño, más que una anécdota. Todo fue desapareciendo.

En la cocina encontré un plato con tallarines al pesto y una taza con leche fría. Vivía, en aquel entonces, con mis padres en una casa rodeada por un jardín frondoso, con plantas exóticas que a mi madre le gustaba coleccionar, entre ellas reinaba en el jardín un pastor alemán, entrenado para guardia y defensa.  A través de la ventana, pude ver al perro seguir sus propios pasos trazando pequeños círculos, como un lobo  cautivo en un zoológico, estresado, como en las rondas alrededor de la vivienda que daba durante las noches, las cuales disfrutaba como si hubiera escogido ser guardián. Me asomé a la ventana y pude ver que el perro trotaba alrededor de una mujer que permanecía arrodillada. Ella hundía sus manos en el pasto, formando un pequeño agujero.

Me apresuré a salir a su encuentro. Cuando estuve a unos pocos metros de distancia, vi caer muerto al pastor al lado de aquella siniestra mujer. Ella levantó el rostro apenas iluminado entre sus largos cabellos grises  y me mostró lo que acababa de sacar del orificio recién hecho, era un corazón ensangrentado, aún latía y salpicaba sangre en su falda, la sangre oscurecía a medida que bajaba la mirada, para enterrar el corazón en el jardín.
Me doble por la sensación de un fuerte retortijón en el estómago y vomité los tallarines. Al sentirme aliviado, me reincorporé y vi al pastor sentado moviendo la cola. La mujer había desaparecido y el perro estaba vivo. El cuerpo se me heló y me desmayé.

La bruja grisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora