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Ella borró su jodido perfil, sin responder a la disculpa que le envié.

Hice un hoyo en el recibidor con mi puño, y poner hielo en la maldita cosa hizo muy poco por disminuir el dolor.

Otra botella de escocés para desayunar, almorzar, y cenar tampoco ayudó, pero para entonces era mi pecho el que dolía, en lugar de mi mano.

Debería haber conseguido su número al segundo en que la hice reír. Sí, la arraigada tristeza aún la rondaba, pero al menos se había abierto a mí. Luego me puse jodidamente cachondo y la cagué.

Nunca antes había perdido el control.

Nunca. Ningún subidón de éxtasis inducido por las hormonas me había llevado nunca hasta tal punto.

Seis putos días.

Me apoyé hacia delante para observarme en el espejo empañado de mi baño.

—Seis, y no puedo sacarla de mi cabeza.
—Cada vez que me masturbé, fue recordando su sabor. Su esencia.

Debería haber empacado mis cosas y dejado Boston como quería hacer antes de conocer a _______.

El solo pensamiento de estar lejos de ella me revolvió el estómago y, de nuevo, recuperé el deseo.

Me quedé mirando mi reflejo a través del vapor.

—Encuentras a una mujer que vale la pena, y lo arruinas jodidamente por tratarla como a una puta. Imbécil.

Casi tan malo, había agotado mis reservas de whisky escocés.

Decidiendo que necesitaba hacer algo antes de pegarle un puñetazo a otra pared, me puse la ropa, agarré mis llaves, y me encaminé hacia la puerta.

Mi teléfono sonó, y lo saqué de mi bolsillo trasero. El código telefónico del área de California me sacó una sonrisa por primera vez en toda la semana.

Deslicé para contestar.

—¡Hola!

Oí como se reía.

—¿Qué hay, hombre?

—Nada, solo un montón de mierda.

—¿A qué te refieres con mierda?

—Nada. ¿Cómo demonios estás?

Steve, mi compañero de habitación de la universidad, me informó sobre los últimos meses de su vida desde que se fue de Boston, mientras yo me arrastraba hasta la sala de estar y me tumbaba en el sofá.

—Conocí a un programador de ordenadores aquí, y estamos barajando la idea de empezar una compañía similar a la que vendimos.

Me picó la curiosidad, y me senté en el borde del sofá.

—¿Ah sí?

—Pensé que podría interesarte. No sé tú, pero estoy aburrido como la mierda.

Estaba de acuerdo, pero forcé una risa.

—Yo igual.

—¿Por qué no tomas un vuelo a L.A. y nos pasamos una semana más o menos revisándolo juntos?

Mi pulso palpitaba en mis oídos. Era una buena razón para dejar Boston. Algo que hacer que no fuera revolcarme en mi auto-infligida miseria.

Pero jódeme, dudé. Cerrando los ojos, me froté la frente.

—Tengo que arreglar unos asuntos primero, Steve. Déjame llamarte en unas horas.

—De acuerdo, hombre. Suena bien.

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