Los Cofres del Saber (capítulo 2 y 3)

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         Escuché los cuchicheos de dos personas mientras caminaba por el pasillo con un nudo en el estómago, el miedo a ser descubierta me disparó un cosquilleo incesante en el abdomen, como si varios gusanos deambularan por las tripas. Caminaba de puntillas, con las bambas en la mano y la parka puesta, pasando un calor de mil demonios.

        ¡En la habitación de Úrsula había un hombre! A medida que avanzaba hacia las escaleras que conectaban con el piso de abajo era más consciente de las palabras susurrantes que salían de la alcoba de mi madrastra. ¿Quién era él?

          Bajé las escaleras despacio, agarrándome a la barandilla para pisar la madera con sigilo, casi rozándola. Cuando estaba a punto de llegar abajo la puerta de Úrsula se abrió e iluminó la penumbra del pasillo del piso superior.

         Mi corazón se aceleró cuando escuché los ruidos amortiguados de unas suelas de goma avanzar por el pasillo. Tragué una ingente cantidad de saliva, me agarré más fuerte a la barandilla y descendí uno, dos, tres escalones… ¡Me quedan tres! ¡Y los pasos estaban a punto de llegar al descansillo que precede la escalera!

           Los ojos se me humedecieron al comprender que no lo lograría. La fricción de dos pasos más en el piso superior casi me arrancan un grito de angustia. Mis respiraciones eran entrecortadas y roncas, casi silbantes. Resollaba debido a la ansiedad.

         Sólo me quedan dos escalones para llegar al rellano cuando en el pasillo de arriba los pasos del hombre que estaba en la habitación de Úrsula se detuvieron de repente.

         Miré hacia arriba completamente aterrada, si me descubría bajando las escaleras todo mi mundo se hundiría, si Úrsula supiera que no estaba bajo los efectos de las pastillas me quedaría encerrada de por vida, sin ninguna esperanza de salir y vivir una vida normal. Las lágrimas cuajaron en mis ojos y se deslizaron hacia las mejillas creando caminos sinuosos. Me quedé quieta, paralizada, expectante, a la espera de la constatación de que el hombre me había descubierto.

            Pasó un segundo, que me pareció un siglo. Me tapé la boca para reprimir un jadeo que lanzaban las cuerdas vocales para dejar constancia de la ansiedad que las estrujaba. Pasó otro segundo y otro y otro. Yo seguía quieta, aferrada a la barandilla, con las lágrimas manando sin fin, la cara contraída por el espanto y el cuerpo tembloroso. Pero en el piso de arriba no se escuchaba ningún sonido, ningún paso, nada que me diera una pista de qué estaba sucediendo.

            Me armé de valor, suspiré sin hacer ruido, entrecerré los ojos y volteé la cabeza hacia arriba, para observar entre las sombras de la oscuridad. Cuando mis pestañas volvieron a abrirse y mis pupilas se acostumbran otra vez a la falta de luz vi una silueta de hombre apostada ante mi habitación, que estaba justo delante de las escaleras. El hombre estaba de espaldas, con medio cuerpo dentro del dormitorio. ¡Si empezaba a correr con todas mis fuerzas  lograría salir antes de que me viera!

         Estaba tan paralizada por el miedo que me debatí entre la necesidad de escapar y el deseo de conocer la identidad del hombre. Había algo en su posición, en su cuerpo semioculto por la penumbra, en toda la situación que me intrigaba. Desde que mis ojos se habían posado en él sentí como si toda la piel empezara a conectarse con él, como si pudiera sentir la determinación ciega que lo empuja a mirar dentro de la habitación, la ambición contenida que emana al mirar hacia la cama ocupada por los cojines que había dejado fingiendo ser yo, su perversidad, su ira, sus ansias de poder.

            Tras unos segundos de indecisión, enganchada a esas emociones, desvié la mirada y me decidí a descender los dos peldaños que me faltaban. Lo hice de manera sigilosa, sin rozar casi el suelo, de puntillas, intentando no alertar al hombre que me había dejado una sensación de maldad asida a la piel.

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