Capítulo XIII

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La semana siguiente no fue ni la mera sombra de lo que había sido la anterior. Irene se pasaba las horas pegadas al ordenador, por fin le había venido la inspiración; Aída y María no podían descuidar también esa semana la tetería; y a Laura se le había acumulado el suficiente trabajo como para tenerla entretenida por las tardes; el resto también tenían bastantes cosas por hacer, antes de disfrutar, muchos de ellos, de algunos días de vacaciones. En vista de lo ocupados que estaban todos sus amigos, Nadia tenía la impresión de que las tardes se le harían larguísimas. En efecto, el lunes fue eterno para ella, no sabía lo que hacer ni dónde meterse. Tenía la impresión de que aquello no cambiaría en los días sucesivos, así que decidió poner remedio a aquello y llamar a Víctor, seguro que él la apoyaría en la idea que acababa de tener. Lo llamó y le comentó el plan. El martes a las tres de la tarde, ya estaba Víctor en la puerta del trabajo de Nadia esperando a que esta saliera. Llegaron a su casa para coger el equipo fotográfico y se fueron por ahí.

Decidieron buscar parajes recónditos en los que se pudiera ver la naturaleza sin artificios. Buscar lugares en los que realmente mereciera la pena hacer fotos. Fotos que serían sólo para ella, no para su trabajo. Fotos que, a su llegada a Madrid, le recordarían dónde había estado y por qué continuamente tenía ganas de volver.

De esta forma, lograron recorrerse bastantes kilómetros, tanto en coche como andando, algo que nunca les había importado hacer.

El último día de recorrido, el viernes, llegaron a las diez, pues habían quedado con Ernesto en verse a las once, que era la hora a la que estimaba que llegaría, en casa de Víctor. Estarían ellos tres e Irene, que no se lo quería perder.

A las once llegaron Irene y Nadia. A Víctor, por supuesto, no le hizo falta llegar, que ya estaba. Y Ernesto, como siempre, llegaba tarde. Pasaron diez minutos de la hora cuando éste pegó al portero. Apareció triunfal, rebosante de energía. Estaba eufórico. Quería verlos antes a ellos, hablar, pasar aunque fuera poco tiempo con ellos antes de quedar con los demás.

Imprevisiblemente, en cuanto Ernesto vio a sus tres amigos comenzó a llorar.

―¿Pero qué te pasa, tío? ―preguntó Víctor extrañado.

―Nada, colega ―contestó abrazándose a ellos.

Continuaron así un buen rato, hasta que a Ernesto no le quedaron más lágrimas. Se sentaron a charlar tranquilamente de lo que les había sucedido durante todo ese tiempo en que no se habían visto, de cómo lo habían pasado, y esta vez el protagonista era Ernesto, que también llevaba mucho tiempo sin acercarse por allí.

Podían estar horas y horas hablando del mismo tema, de cualquier cosa, cualquier tontería. Por muy poco que tuvieran que decirse, siempre había algo de qué hablar, aunque en aquel momento los temas de los que hablar parecían infinitos.

Estuvieron así hasta las cinco de la madrugada, hora en la que el cansancio les pudo. Debido a ello, Nadia e Irene optaron, por insistencia del siempre preocupado Víctor, quedarse allí a dormir. De esta forma, se tuvieron que acoplar como pudieron en una cama y un sofá. La cama, eso sí, era de matrimonio.

Por sorteo, la cama se la quedaron Ernesto, Irene y Nadia, quedando Víctor relegado al sofá, algo que no le importó en absoluto, puesto que era bastante cómodo.

A la mañana siguiente, Irene apareció en el suelo, Nadia le había dado un empujón y echó a volar a su hermana. Eran las nueve de la mañana cuando esto pasó, y también la hora a la que Víctor se despertó debido a que el golpe había sido bastante sonoro. Fue corriendo al cuarto a ver lo que había pasado. Allí se encontró a Irene, sentada en el suelo, doliéndose del golpe y a Ernesto y Nadia en la cama, dormidos como niños y sin enterarse de nada. Al ver aquel cuadro no pudo reprimir la risa. Paradójicamente, al escuchar la risa se despertaron los que no lo habían hecho con el estruendoso golpe.

La playaWhere stories live. Discover now