Nunca voy a desprenderme de vos.

37 4 0
                                    

     Su vaso de agua se había volcado. "Qué desastre que soy" pensó, y una vaga silueta se le vino a la mente. La silueta de aquella mujer que ahora no era más que una sombra. Agarró un repasador y secó la mesada. Sacó una píldora de un frasco y con ayuda del agua, la incorporó a su cuerpo, y luego fue a sentarse al sofá del living. Su mirada se perdió en cuanto vio la ventana. Una ventana que daba a esa avenida que siempre estaba inundada de esa espesa cacofonía de bocinazos y gritos de gente desesperada. Frente a esa ventana solía estar ella, aquella mujer que veía algo más allá de la caótica avenida. Aquella mujer que miraba más allá y veía aquél pequeño parque que, según ella, rebalsaba de vida y colores. Él volvió a la realidad y se puso de pie, y con pasos tristes se acercó a aquella melancólica ventana. Más allá de esa asquerosa avenida no había más que una plaza con juegos oxidados y arboles moribundos, según él. Y se desprendió de la ventana, la cual sólo lo hacía pensar en ella.
Miró al reloj, 5:35 p.m. Él debería estar en el trabajo, pero estuvo faltando todo el mes. En ese mes siquiera había abierto la puerta de su apartamento. No desde que aquella mujer se fue. Él se acercó a la puerta, apoyó su hombro en ella y esperó. Esperó a que el timbre sonara, o a que alguien tocara. Esperó a que ella apareciera y le pidiera que abra la puerta, tal vez para hablar, tal vez para abrazarlo o para escupirle en la cara. Daba igual, él sabía que por más que espere, no volvería a escuchar su voz. Alguien golpeó la puerta, un golpe fuerte y seco, pero el golpe no vino de afuera, sino de adentro. Él había golpeado su cabeza contra la puerta mientras mordía su labio inferior en un agrio intento de contener la impotencia. Contener toda su tristeza, disfrazada de rabia. Y se desprendió de la puerta, la cual no hacía más que hacerlo pensar en la última vez que vio el ya no tan sutil caminar de aquella mujer.
Volvió a la cocina, y dejó caer el peso de su cuerpo contra el arco de la puerta. Su frente apuntaba al suelo, al igual que todo en su vida desde que ella se marchó. Y con la mirada derrotada, levantó la cabeza. Y allí la vio. Ahí estaba aquella mujer, que era capaz de cocinar los manjares más deliciosos con cualquier cosa que encontrase en la heladera. Su ingrediente secreto siempre fue todo el cariño que ponía en cada entonación de las canciones que cantaba mientras preparaba la cena. Y sus pequeños conciertos siempre expresaban las emociones que ella cargaba en su interior, por eso mismo sus últimos conciertos fueron los más desgarradores. Pero aún así, ella siempre se daba la vuelta cuando lo escuchaba a él entrar a la cocina, y sin importar su ánimo, siempre lo recibía con una sonrisa y, obviamente, un plato esquicito. Ella estaba ahí esa tarde, moviendo las caderas al ritmo de su cantar. Y los ojos de derrota se iluminaron como estrellas cuando él la vio ahí. Y sin poder creerlo, se acercó y la abrazó por la espalda. Pero ella no se había dado la vuelta para recibirlo, ni tampoco mostró su sonrisa cuando lo vio. Es más, lo único que sacó de su interior fueron palabras que se clavaron profundamente en la conciencia del derrotado.
—¿Cómo pudiste hacerme esto?— ella se desprendió de él, y con un cuchillo apuntando a su estómago se le acercó lentamente.
—¡Yo no quería hacerlo, pero no me dejaste opción!— dijo él dando pasos torpes hacia atrás. En su mirada podía verse el miedo, pero también podía verse la culpa.
—¡¿Cómo pudiste hacerme esto?!—su grito se fundió con aquél estruendoso relámpago que trajo la tormenta consigo. El ruido lo hizo volver a la realidad. Ella no estaba ahí. Él cayó de rodillas al piso, lamentándose. Odiándose.
—Yo te amaba...
Cuando ya acabó de llorar, secó sus lágrimas y se puso de pie. No le quedaba más opción que seguir vagando por la casa como un alma en pena. Pasó por el living. Miró el reloj, 8:51 p.m. Miró por la ventana, la noche había sido invadida por monstruosas nubes negras que iluminaban temporalmente el cielo, lanzando relámpagos amenazantes. Ella le temía a los relámpagos, pero a él siempre le gustaron. Ellos dos nunca pudieron ponerse de acuerdo. Ojalá lo hubieran hecho la última vez. Pero no fue así. Aquella noche la tormenta eléctrica había opacado las discusiones, los gritos y los llantos en aquél condenado departamento. Y desde que él se desprendió de aquella mujer, todas las noches había tormenta eléctrica.
Se puso de pie frente al pasillo. Estaba oscuro y frío, y al final lo esperaba la luz del baño encendida. Y la puerta estaba entreabierta, cómo todas las veces que él llegaba a casa del trabajo y la encontraba a ella llorando en el baño. Él dio un paso, y pudo escuchar su llanto a lo lejos. Él dio otro paso, y pudo escuchar el grito. Y mientras avanzaba, las palabras del recuerdo caían como piezas de rompecabezas que armaban aquella mortal última discusión. Dio un paso, y escuchó su propia voz a lo lejos, "no te vayas, por favor". Adentrándose más en la oscuridad, la escuchó a ella, "¡no puedo seguir viviendo con vos!". Tragó saliva, sus puños estaban tan apretados que tenía los nudillos pálidos. Siguió adelante y se escuchó a sí mismo, "sos todo lo que tengo y todo lo que merezco, no me dejes solo". "¡Sos un monstruo!", y paró en seco. El eco resonó en su cabeza, al igual que lo hizo en aquél momento. "¡No me llames así, puedo mejorar!". "Hagas lo que hagas, vas a tener esos ataques siempre, ¡estas arruinándome la vida!". Ya ni siquiera sabía por qué seguía avanzando, ya sabía toda la historia de memoria. "¡Monstruo!". Un paso más y estaría enfrente de la puerta. "¡Basta!". Y él se detuvo. Y las voces de detrás de la puerta también, pero sólo para darle paso a algo mucho peor. Sus palabras se habían convertido en golpes, y las de ella en gritos. Ella pedía auxilio. Él había desencadenado al monstruo. Y su versión real, la que tenía su mano en la manija de la puerta, estaba sollozando por la monstruosidad que había desatado aquél último día. Y empujó la puerta. El lavamanos seguía roto y manchado de sangre. La sangre, seca e inamovible ya, estaba esparcida por todo el baño, y lo que era peor aún, marcaba un camino hacía la habitación contigua. Y él siguió el rastro, primero con la mirada, después con sus pies. Y abrió la puerta de su dormitorio, pero no encendió la luz. Ya sabía lo que había ahí, más allá de todo su desorden y aquél hedor al cual su nariz ya estaba acostumbrada. Con pasos lentos y angustiados se acercó a la cama matrimonial. Se sacó las zapatillas, se acomodó en la cama y abrazó el peso muerto que había del lado de su mujer. La destapó y se acercó a su cara. Su frente estaba abierta pero la sangre estaba coagulada. Él besó su mejilla, y abrazándola con aún más firmeza, le susurró al oído:
—Nunca voy a desprenderme de vos.

Nunca voy a desprenderme de vos.Where stories live. Discover now