Capítulo 4: Digno de un Oscar

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—¿Qué sucedió aquí?

Amélie abrió la puerta de nuestro camarote y me encontró sentada contra la pared en la oscuridad, abrazando mis piernas. La cabeza me dolía tanto de llorar que me hacía sentir como si me estuviesen presionando el cráneo, y la recién encendida luz me quemaba los ojos.

Cuando alcé la vista, mi hermana estaba mirando la escena con el ceño fruncido. Llevaba la misma ropa de hoy a la tarde, y sus mejillas tenían un ligero tinte escarlata por el sol. Al ver el estado de mi cara, su expresión se suavizó.

—¿Qué pasa, Ara? ¿Por qué está todo tirado?

Apenas llegué al camarote tras ese gran fiasco, perdí toda la compostura que logré mantener en el camino. Primero, comencé a llorar. No estamos hablando de ese tipo de llanto que muestran en las películas donde actrices como Natalie Portman o Megan Fox sueltan una o dos lágrimas y se ven igual de lindas como si hubiesen salido de un spa; estamos hablando de ese llanto feo, ruidoso, que te deja la cara hinchada como si hubieses tenido alergia... Porque ese es el llanto de verdad. La gente no se ve bonita llorando.

Segundo, estrellé mi bolso contra la pared. Su contenido terminó esparcido en el suelo: teléfono móvil, protector solar, anteojos de sol... Absolutamente todo.

Tercero —y último—, apoyé mi espalda contra la pared, me deslicé al suelo y abracé mis piernas. No había nadie en el mundo que pudiese entender de verdad lo que estaba sintiendo, excepto yo: si no trataba de consolarme a mí misma, no habría ningún otro que pudiese hacerlo.

—Nada —devolví con voz rasposa—. Estoy bien.

Decir que estaba bien era una mentira del tamaño de una mansión en Beverly Hills, pero no tenía ganas de hablar. No tenía que ver con una falta de confianza hacia mi hermana pues todo lo contrario: confiaba plena y ciegamente en ella. El problema radicaba en tener que explicar la decepción y la humillación que sentía, sin contar el dolor de tener el corazón roto: era algo que no podía ni quería hacer. Al menos, no en ese momento. Sentía tantas cosas al mismo tiempo que me llevaría una eternidad poner en palabras todo eso, incluso si mi hermana ya supiera que me gustaba Étienne.

Era algo bueno que Amélie me conociera tanto, ya que no me presionó para hablar. Solo estiró la mano hacia mí y me ayudó a ponerme de pie otra vez. En silencio, caminó hacia el baño y volvió con su estuche de maquillaje. Ya sabía lo que venía: me ayudaría a esconder las marcas del llanto.


—Hasta que se dignan a llegar... —Fue lo primero que escuchamos de papá al acercarnos a la mesa. André, Victoria y mamá estaban ya sentados junto a él, platos vacíos.

—Buenas noches —dijimos al unísono.

Tomé el asiento más cercano a la puerta y dejé la vista posada en el plato frente a mí. Estar sentada allí era tortuoso: lo único que deseaba en ese momento era hacerme un ovillo en la cama y llorar hasta quedarme dormida.

—¿Qué tienes? —Mamá habló. Amélie me propinó un codazo para hacerme levantar la mirada.

—Me duele un poco la cabeza, eso es todo —murmuré.

—¿Qué? —Gritó ella con ese tono frío e inexpresivo que usaba solo conmigo para que hablase más fuerte.

—Me duele la cabeza —repetí un poco más fuerte. Una punzada atravesó mi cráneo de punta a punta.

Me serví un poco de agua en el vaso frente a mi plato y lo tomé de un sorbo. No ayudaba a mi cabeza, pero sí a mi garganta.

—Probablemente sea del sol o algo así.

Atrapados en el Mar (Atrapados #1)Where stories live. Discover now