Capítulo 1: Una bienvenida insolente

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—¡Sea bienvenida al crucero Atlantic Paradise! -Una mujer de treinta y algo de años, vestida con uniforme azul marino (espantoso, si me permiten añadir), extendió un folleto multicolor en mi dirección. Genial, tratándome de usted me hacía sentir una señora de ochenta años.

Tomé el folleto por mera cortesía porque, para ser franca, no tenía ni el más mínimo interés en saber qué diablos ofrecía ese crucero de pacotilla al que me habían obligado a subir. De hecho, estuve tentada a hacerlo un bollo y lanzarlo por la borda. Me detuve en el último segundo porque no, el océano no se merecía que lo contaminara por el odio que sentía ante ese estúpido viaje.

Ahora era una señora de ochenta, activista a tiempo completo de GreenPeace.

Deslicé el papel dentro de mi bolso.

—Tienes que quitar ese ceño fruncido de tu cara. No te sienta bien. -Entrecerré los ojos ante lo que había dicho mi hermana, sin dejar de caminar. Amélie y yo nos dirigíamos a la tercera cubierta, deslizando las maletas detrás de nosotras—. ¿Qué? Te saldrán arrugas.

—La verdad, sis, para ser un genio eres bastante frívola.

No exageraba con la parte de "genio": Amélie tenía un C.I. de ciento cuarenta y nueve. Nuestros padres siempre lo mencionaban en esas "fiestas" que eran más reuniones de negocios que otra cosa. Después de todo, no es lo común que la gente tenga hijos superdotados. Nuestros padres habían tenido una y tenían que alardear sobre ello.

—No soy frívola —se quejó, dándome un ligero golpe en el brazo—. Es un consejo. De hecho, uno bastante bueno: no querrás verte como nuestra vecina de junto cuando llegues a su edad.

—¿Hablas de la señora De Santis? ¡Pero si es un amor!

—Puede ser un amor y todo lo que desees... Pero su piel parece un pergamino.

Mi hermana era siempre tan... Dulce. Siempre sostuve que era un alivio que me amara porque, de lo contrario, llevaría siempre las orejas enrojecidas de lo mal que hablaría de mí. Yo era, al menos en personalidad, todo lo que ella detestaba.

—3226... 3227... Es esta -señaló mi hermana y sacó la llave magnética.

Habíamos llegado a destino: nuestro camarote. Abrir la puerta número 3228 supuso quedarnos con los ojos como platos mirando a nuestro alrededor. Admitiré que ni nuestra habitación era tan bonita. Debía tener que ver con el hecho de que, después de dieciséis años, una le pierde el gusto a tener las paredes de color rosa y prefiere algo más tranquilo y no tan aniñado. Más o menos, algo como eso.

Dividido en dos partes por una pared y una arcada, el camarote era un "dos en uno", con el espacio suficiente como para poder organizar una fiesta allí e invitar a medio crucero. No que fuese a hacerlo, pero la simple ocurrencia me hacía divertir.

—Guau —exclamó Ame. Llevó la maleta a su lado de la habitación. A juzgar por el ruido, se había puesto a acomodar sus cosas—. Esto es increíble.

Era verdad. Lástima que no podía dejar que un camarote —ni veinte, ni quinientos, ya que estábamos— quitara la aversión que sentía por ese crucero, por lo que me vi obligada a sacudir la cabeza para poner mis pensamientos en orden otra vez.

—Sí, sí. Muy bonita. Nuestra habitación en casa es mejor —mentí. En ese momento, inventaría hasta la peor y menos fiable de las excusas para tratar de quitarle encanto a ese viaje.

Con sigilo, me moví hacia el gran ventanal. Este, que iba desde el suelo hasta el techo y de un extremo al otro de la pared, tenía una vista impresionante. Todavía no estábamos en mar abierto: habiendo zarpado desde la terminal de cruceros Quinquela Martín, todavía seguíamos en el Río de la Plata. Sin embargo, me hacía dar una idea de lo bello que sería ver la vasta extensión del océano todas las mañanas al despertar. Ah, diablos: odiar todo eso sería un trabajo complicado.

Atrapados en el Mar (Atrapados #1)Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora