La mujer de papel

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Herc se encontraba en medio de su discurso sobre la seguridad y cómo debía comportarse Aguie cuando el timbre sonó. Aguie suspiró aliviada cuando Herc se dirigió a la puerta.

-Has llegado veinte minutos antes.- dijo Herc mirando su reloj de pulsera mientras fruncía el ceño.

-¿Acaso no es mejor para tí? Así no llegas tarde.- dijo Lina con diversión.- Además, nos espera una pequeña caminata hasta allí, mejor salir antes.

Aguie se acercó dando saltitos hacia Lina, balanceando la pequeña mochila que Herc le había hecho llevar. Herc suspiró, volviendo a mirar su reloj de pulsera.

-Tened cuidado, y espero encontraros aquí cuando haya vuelto de trabajar.- dijo el rubio mirando otra vez su reloj, con una extraña obsesión.

-Tranquilo, así será.- aseguró Lina con una gran sonrisa.- Será mejor que nos pongamos en camino.- anunció a Aguie con diversión.

La pequeña se despidió de su hermano y ambas empezaron a bajar las escaleras del edificio.

Caminaron, una al lado de la otra, durante media hora, por partes de la ciudad que Aguie sólo reconocía de un vistazo fugaz a través de las ventanillas del autobús. La pequeña estaba totalmente perdida, dudaba de que aquellos edificios que jamás había visto bien pudieran ser parte de su ciudad sin que ella lo supiera. Sentía como si paseara a través de pedazos de muchos lugares, de muchas ciudades, con diferentes personas y colores. Aquel amasijo diferente, encajado al azar en unos kilómetros cuadrados, no podía tener sólo una voz y una cara. Era un rompecabezas unido a la fuerza con un resultado extraño del que nadie parecía quejarse.

-Ya casi no queda nada para llegar.- dijo Lina con una sonrisa, sacándola de su ensimismamiento.

-No tengo prisa, me gusta caminar.- dijo la niña mirando los enormes edificios de colores.

Lina sonrió para sí, mirando al cisne rubio con cierta admiración. Se quedaba embobada a cada instante, y le intrigaba enormemente las cosas que podían pasar por su volátil cabecita.

-Es justo ahí.- dijo Lina señalando un edificio enjunto, inseguro, con las manos temblorosas y una sonrisa tímida.

El edificio se estremeció ligeramente ante la mirada seria y escrutadora de la niña rubia.

-Esperemos que no se haya mudado en los últimos años.- susurró Lina lo suficientemente alto para que la niña lo oyera.

Ambas se miraron, concentradas en su misión, y, con decisión, se encaminaron con paso ligero al edificio, no lo suficientemente alto como para resultar intimidante, es más, parecía temerlas. Las dos chicas se pararon enfrente de la puerta, siendo la indecisión lo único que las retuvo unos segundos. Con una mueca decidida, Lina pulsó el porterillo adecuado y esperaron pacientemente la respuesta de su inquilino. Aguie empezó a balancearse sobre sus talones y las puntas de sus pies, imaginándose alguna excusa posible para que un señor de unos setenta años no estuviera en su casa, habiéndose jubilado.

-¿Quién es?- preguntó una voz grave y algo agitada, como si hubiera estado corriendo un maratón.

-Soy Lina, señor Ramírez.- dijo la joven más alto de lo normal, temerosa de que aquel anciano duro de oído no la entendiera a causa del interfono.

-¿Quién?- volvió a preguntar el señor Ramírez más alto que antes, como si se hubiera acercado más al telefonillo.

-¡Lina!- exclamó la joven contra el aparato cuyos días de servicio estaban contados.-¡Trabajo con el señor Garrido en la librería!

-¿Gina? ¡No conozco a ninguna Gina, ni a ningún señor Barrido que trabaje en una quesería!- gritó el cuasi-sordo señor con impaciencia.

-¡Pongase el audífono, señor Ramírez!- exclamó la librera con fuerza.- ¡Soy Carolina, la ayudante del señor Garrido en ''Bibliopea''!

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