IV • UN DRAGÓN

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Mi madre siempre tenía la costumbre de contarme cuentos antes de dormir, era algo que hacía sin falta hasta que pereció

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Mi madre siempre tenía la costumbre de contarme cuentos antes de dormir, era algo que hacía sin falta hasta que pereció. Mi padre decía que mi madre era muy inteligente y con una gran imaginación, también le encantaba presumir con sus colegas sobre la maravillosa esposa que le había tocado en esta viada; siempre se la pasaba presumiendo de sus múltiples talentos, su belleza y la bondad que ella poseía... creo que después de su muerte traté de no olvidarla, pero me aferré tanto a ella que comenzaba a imitarla.

Le prometí que algún día haría algo más que sentarme a escucharla leer, pintar o escribir, le había prometido ser tanto o más talentosa que ella... pero siempre -en lo más profundo de mi ser-, siempre supe que nunca seriamos semejantes, pues como ella no podía haber dos, y aunque mi padre pasó los primeros días de su luto diciéndome que era su misma imagen, siempre he sabido que nuca sería así.

Me encuentro recostada al pie de la cama, con la espalda contra ésta, observado la pintura frente a mí. Mi padre había mandado a retratar a mi madre unos meses después de mi nacimiento, y había colocado el retrato del pasillo más transitado del castillo, para que todo el que pasase por ahí se maravillara con la belleza de su esposa... y su hija.
Así, de frente ella, puedo notar que somos demasiado diferentes; yo con el cabello rizado y dorado como el de mi padre, mientras ella poseía un cabello lacio completamente castaño, el único parecido eran sus ojos, tan verdes como los campos en primavera... pero las diferencias iban más allá de la apariencia física, ella tenía miles de virtudes y era amada por todos, mientras yo pretendo estar oculta todo el tiempo, esperando a mi dichoso príncipe azul.

El familiar sonido de la voz de Dorothea llamándome a cenar me sacó de mi pequeño sueño y me encaminé al comedor limpiando las pequeñas lágrimas que yacían en mis ojos.

Al llegar, la meza estaba puesta y en esta yacían un solo puesto. Estar en aquel lugar me estaba volviendo loca, o en realidad me estaba haciendo valorar lo que nunca aprecié en el castillo.

― ¿No tienes hambre? ― me cuestionó Dorothea entrando con el pan.

―No, a decir verdad― me quedé parada a un lado del comedor, esperando a que mi cuidadora dijese algo―. Creo que me siento sola aquí.

―No deberías, me tienes a Martin y a mí...

―Sabes a lo que me refiero― la miré impaciente. Estar encerrada nunca fue una novedad en mí, puesto que mis pasión era estar entre las paredes mi habitación leyendo, dibujando o escribiendo... pero ahí todo era diferente, más calmado, sin personas que me supliquen bajar a convivir con todos o algo parecido.

― ¿Qué tal el chico cazador?

No pude evitar soltar una burlona risita, ese "chico" no era absolutamente nada de lo que esperaba en una buena compañía... pero no podía ponerme en plan exigente, debería agradecer su ayuda, pues he de admitir que de no haber sido por él hubiese sido comida de coyotes.

Había una vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora