Acuerdo Mutuo- 23 años

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Los calcetines de Jorge eran un desastre, por más que le dijera que lavara él mismo su ropa, la dejaba desparramada en cualquier lugar de la casa y esta mañana había encontrado un par de sus calcetines dentro de la alacena.
—¡Jorge, llegarás tarde! —le grité. Era su primer día de trabajo y ya iba tarde. Le había contagiado el germen de la impuntualidad y eso no era bueno, porque Jorge era muy estricto consigo mismo cuando las cosas le salían mal.
—¡Jorge, despierta ahora o te llevaré a Nana! —en menos de un minuto se encontraba de camino a la cocina, aún medio dormido, en bóxer negros y descalzó. Ya no quedaba rastro del Jorge delgado de hace unos años, en cuanto entró a la Universidad se había obsesionado con el ejercicio, y a pesar de que lo dejó al mes, ahora comía saludablemente y salía a trotar todas las mañanas.
Muchas veces me había invitado, pero no pudo convencerme de abandonar la comodidad de las sábanas hasta que un día mencionó a una tal “Melanie”, una chica de 19 años que corría junto a él por las mañanas y que estudiaba en la misma Universidad. Eso fue más que suficiente para que comprara un equipo deportivo y a las 6 de la mañana estuviera despierta y preparada para correr kilómetros con tal de alejar a esa arpía.
Sin embargo, mi plan no había funcionado muy bien. A los cinco minutos estaba exhausta y me faltaba el aire, Jorge cargó conmigo hasta la casa –sólo habíamos corrido tres cuadras- y me dijo que si no quería, no corriera.
Supuse que después se dio cuenta del por qué lo había hecho y dejó de correr en las mañanas, para hacerlo en la tarde. A veces lo acompañaba, aunque yo iba en bicicleta a su lado.
Sabía que Jorge necesitaba levantarse temprano todas las mañanas porque al final nunca había aprendido a conducir bien un auto, el primer año de casados chocó dos autos y mi padre se aburrió de comprar un auto tras otro. Así que le ofreció una moto y con eso Jorge estuvo muy bien. Hasta que les dijo que estaba estudiando.
A mi padre casi le dio un ataque, consideraba que Jorge tenía mucho potencial y que no podía desperdiciarlo de esa manera. Él quería que ojos verdes se hiciera cargo del negocio de mi familia, aunque papá ya tenía a Lily que era más que suficiente para que el negocio prosperara.
Mamá no se lo había tomado tan mal, aunque podía notar que al igual que el resto, esperaba mucho más de Jorge. Cecilia, su madre, estaba feliz, si su hijo cumplía sus metas, eso era más que suficiente. Y yo, no podía estar más orgullosa de él, sabía que sería un excelente profesor.
Entró a la cocina y besó mi mejilla, me abrazó por la espalda y pegó su cuerpo al mío. Besó mi cuello como todas las mañanas y escondió su rostro en mi cabello, que ya lo tenía tan largo que me llegaba hasta la cintura.
—No me convencerás con eso, debes aprender a guardar tu ropa en un lugar decente —le regañé.
—Nadie los verá, además, yo no los dejé allí, fuiste tú.
—¿Cómo que fui yo…? —pero dejé la pregunta en el aire al recordarlo. La noche anterior habíamos tenido un arrebato y terminamos en el sofá, medio desnudos, y desde allí recorrí toda la casa en brazos de Jorge hasta llegar a nuestro cuarto.
Enrojecí como siempre, los años no compensaban lo abrumador que era el pensamiento de saber que me había acostado con Jorge, no importaba cuántas veces lo hubiéramos hecho o cuánta confianza tuviéramos, seguía siendo vergonzoso que lo dijera de esa manera tan natural.
—De acuerdo, esta vez lo dejaré pasar —dije finalmente. Él rio contra mi oído y mis rodillas temblaron. Era extraño, pero sentía que en vez de desencantarme con los años y el matrimonio, me enamoraba cada vez más de Jorge. Como el proceso inverso que sufrían las parejas. Y eso que llevábamos seis años juntos como esposos.
—¿Qué me harás de desayuno, amada mía, sol de mis días, sonrisas de…
—Jugo de naranja con tostadas —le interrumpí. Quedó en neutro, su rostro no tenía expresión. Sabía que esperaba algo más, pero él se había acabado todo el día anterior y sólo había dejado eso, y era muy temprano para ir de compras—. Tómalo o déjalo, esa es la cuestión.
—No me sermonees con Shakespeare —me dijo, estrechándome más contra sus brazos.
Fue a ducharse para el trabajo, aún no podía creer que Jorge al fin había terminado de estudiar y que por fin podría hacer lo que quisiera.
Le preparé el pobre desayuno, no era lo más digno para un día como ese, pero no había mucho porque habíamos olvidado hacer las compras.
Jorge salió y volvió a la cocina con una toalla amarrada a la cintura, con gotas de agua escurriéndola aún por el cuerpo. Lo miré de reojo, pero él se dio cuenta de todas formas, parecía haber desarrollado un súper ojo en estos años.
—Mira todo lo que quieras, Martina, todo lo que quieras —no pude evitar reírme de él, el tono de voz seductor y a la vez cómico eran el detonante perfecto para creer que tendría un excelente día. Bueno, mientras estuviera con él, siempre sería excelente.
—No gracias, deja un poco para la noche o te gastarás muy fácil.
—¿Me acabas de decir fácil? —definitivamente estaba de buen humor.
Fue a vestirse en medio de risas y reclamos falsos, sin dejar de gritar que no podía creer que su esposa le hubiera dicho “fácil”. Cuando volvió, ya vestido y con el traje que había elegido para su primer día, desayunó rápido. Se notaba que estaba nervioso, aunque no quería demostrarlo.
—Listo, me voy, se hace tarde… —dijo apresurado, colocándose de pie y tomando unos cuantos libros que había ordenado la noche anterior—. Martina, podrías pasarte por la escuela en la tarde, quiero mostrarte algo.
—Seguro —le contesté con una sonrisa.
Jorge había conseguido trabajo en una escuela pública, no era que no tuviera más ofertas, pero él lo prefirió así debido que había odiado todos los años en mi escuela, donde sentía que no encajaba, aunque para mí había sido lo contrario, yo lo veía perfecto para ese tipo de escuela y personas.
Pero lo más tierno fue cuando le pregunté el por qué había vuelto a la escuela, después de que se marchó cuando se enfado conmigo, y me dijo que era porque no podía tener la consciencia limpia sabiendo que no estaba a mi lado.
A veces Jorge era muy romántico.
Y otras un completo idiota.
Aunque la mayoría de todas esas veces, después de que nos casamos y conocí su verdadero ser oculto tras rizos y más rizos, Jorge era un pervertido que malinterpretaba todo. Tenía suerte de que sólo bromeaba conmigo y con los chicos, no coqueteaba con nadie más que no fuera Nico.
Me besó en los labios, deteniéndose para abrazarme por la cintura y hacerme chocar contra su pecho. Nunca me cansaría de eso.
—Que tengas buen día, ojos verdes —lo besé por última vez y lo dejé ir para que no llegara tarde.
Salió y a los pocos minutos escuché cómo encendía su moto. Me dispuse a ordenar la casa antes de irme a trabajar. Ordené el sofá –el cual era un desastre después de lo de anoche-, lo sacudí y lo limpié a fondo, para que nadie sospechara nada. Barrí el piso y sacudí los muebles, hice la cama y guardé los platos en la alacena. No había mucho que hacer, sólo éramos nosotros dos.
Miré la hora en un reloj blanco que colgaba en la pared, sobre el televisor, y me fui a vestir.
Antes de salir de la casa, recordé sacar las llaves. Una vez se me olvidó y me quedé afuera todo el día, no pude entrar hasta que Jorge llegó de la Universidad.
Bajé los escalones de la entrada, el patio seguía tal cual como el primer día en que llegamos de nuestra luna de miel, con la pequeña diferencia que ahora había un árbol en un costado y rosas en la entrada. Abrí el bajo portón y lo cerré con llave también.
Caminé unos cinco pasos y llegué al trabajo. Era camarera en la pizzería que había al lado de la casa. Al chef, Don Donatello, un hombre gordo y de bigote negro italiano, le agradaba y no había dudado en darme un empleo en cuanto le pregunté. A Harry no le gustaba mucho que trabajara como camarera, el lugar era cálido, cerca –muy cerca- de casa y Don Donatello era un jefe increíble, pero Jorge me decía que el único motivo para ponerme de camarera era porque Don Donatello creía que atraería clientela. Y en parte, no estaba muy segura, parecía que tenía razón, porque mi jefe me obligaba a quitarme el anillo de casada cuando trabajara.
Por eso Jorge odiaba mi trabajo.
Aunque para mí era completamente cómodo.
—¡Buenos días, Martina! —exclamó cuando entré a la pizzería—. ¿Cómo está Jorge?
—Hoy es su primer día de trabajo —le dije.
—Entonces les prepararé la mejor pizza del menú para esta noche —asentí con agradecimiento, no podía rechazarla y decirle que planeaba ir a otro lugar con Jorge. Además, las pizzas de Don Donatello eran las mejores que había probado en mi vida.
—Muchas gracias —pasé del mostrador y fui detrás de la cocina, donde guardaba el uniforme. En sí no era mucho, un delantal verde hasta la cintura y una blusa blanca que me hacía parecer la verdadera chef de la pizzería. Amarré mi cabello en una coleta alta y guardé una libreta y un lápiz en mi delantal, abriríamos a las ocho y sólo faltaban cinco minutos para otro día de trabajo.
(…)
—¡Iré a buscar a Jorge, Don Donatello, después regresaré por la pizza! —le grité a mi jefe y no esperé una respuesta por su parte, iba atrasada por diez minutos.
Mientras conducía a la escuela, me coloqué el anillo de casada para que a Jorge no le diera una rabieta, como siempre le sucedía que me veía sin el anillo.
No tardé ni 15 minutos en llegar, debían ser alrededor de las 6 de la tarde y el sol recién se ocultaba, era una agradable tarde de verano.
Vi la moto de Jorge estacionada en los sitios apartados para los maestros, no aparqué muy lejos y corrí a la entrada de la escuela. Había olvidado que era una primaria.
Ya no había niños en el patio ni en el pasillo, pero se sentía que ellos iban allí todos los días. Las paredes estaban plagadas de dibujos infantiles, las ventanas de las salas de clases tenía letras de colores y un gran diario mural se encontraba en la entrada de la escuela y tenía un mensaje de buena suerte para los niños en su año escolar.
Revisé sala por sala y por la mitad del pasillo encontré a Jorge sentado frente a un escritorio, ordenando unos papeles y unos libros.
—Maestro Blanco, se le solicita para una cena con su esposa —le dije en tono profesional. Se volteó y sonrió al verme, me hizo una seña con la mano para que me acercara.
—Martina, te quería mostrar algo —me dijo, y recordé que en la mañana me había dicho lo mismo.
Caminé y observé el salón, era amarillo y damasco, en tonos pastel y ya tenía los típicos dibujos de niños de seis años en las paredes.
Jorge me agarró del brazo y me hizo chocar contra él otra vez, pero no me besó, sino que me miró con intensidad y colocó su barbilla sobre mi cabeza, son una sonrisa.
—Mira este dibujo —dijo. Me entregó una hoja de papel y en él distinguí algo de color verde y naranja. Reconocí de inmediato a Peter Pan.
—Estás influenciando a los niños, Jorge —le regañé, pero se dio cuenta que sólo bromeaba.
—¿No te gustaría tener la casa llena de estos dibujos? —me preguntó, y de un momento a otro su voz había cambiado.
Iba a decirle que yo no dibujaba así, que no se burlara de mí. Pero caí en la cuenta de lo que en realidad me estaba preguntando.—Jorge… —balbuceé.
—No te digo que ahora, pero si nos proyectamos para unos años más…
—¡Por supuesto que sí! —le interrumpí. No reaccionó de inmediato, pero cuando comprendió que yo estaba de acuerdo, que sí quería y que ya me sentía preparada para tener un hijo, me abrazó efusivamente y enterró su rostro en mi cuello.
—¿En serio? —me preguntaba una y otra vez, sin creerlo, y yo le decía sin cansarme que sí y que tendría mil hijos con él.
—No puedo… en serio seremos una familia —dijo cuando se separó unos escasos centímetros de mí.
Lo besé sin darle tiempo de protestar. No me importaba limpiar las temperas y el desorden de los niños si cubrían la casa de dibujos. Estaba segura de que amaría contarles las aventuras de Peter Pan cada noche junto a Jorge

¨Marry Me¨CANCELADAWhere stories live. Discover now