Demon's Massacre (II)

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—¿Crees que un párroco sabrá qué hacer? —le pregunté.

—¿Quién si no?

—Conozco a una cura de la parroquia de mi barrio. El padre Sebas. A veces donamos ropa usada a la parroquia. Y alimentos en Navidad... No se me ocurre a otra persona a la que podríamos pedir ayuda —dije.

—Vayamos a verle —dijo Marc, decidido.

Antes de salir, su abuela nos condujo a su habitación. Olía a viejo. Las cortinas estaban gastadas y amarillentas y la ropa de cama parecía de otro siglo. Los rayos de sol matutinos revelaban el polvo que flotaba en el aire. La abuela de Marc descolgó un rosario de la pared y nos los ofreció.

—Os dará suerte.

Salimos hacia casa de Alberto para que se uniera con nosotros. Le estuve llamando mientras nos dirigíamos hacia allí, pero no obtuve respuesta. Supusimos que estaría durmiendo, pero creíamos necesario que se viniera con nosotros ya que, al haber participado en la sesión de espiritismo, considerábamos que podía hallarse también en grave peligro.

Llegar a su calle nos llevó a un terrible descubrimiento. La policía tenía acordonada la puerta de acceso a su escalera. Había un agente vigilando la entrada del edificio. En la calle, un grupo de curiosos intentaba asomar la cabeza y, a pocos metros, se encontraban unas ambulancias. Las sirenas azules y amarillas dañaban mi retina a causa del sueño acumulado por haber pasado la noche en vela. Se me hizo un nudo en el estómago y me temí lo peor. Volví a llamar a Alberto, pero no hubo respuesta. Nos acercamos al agente:

—Perdona, ¿qué ha sucedido?

Él nos hizo una señal con la mano para que nos detuviéramos.

—No podéis estar aquí chicos.

Nos quedamos un momento allí, esperando a que nos dijera algo más, pero no lo hizo.

—Mi amigo vive aquí, no le localizo y estoy preocupado...—le dije.

—Chicos, por favor, circulad —E hizo un además con la mano para que nos alejáramos.

Habían algunos periodistas por la zona, así que hicimos una búsqueda en Google por si se había filtrado ya la noticia.

—Oh, Dios mío...—dijo Marc. Apartó la mirada de su iPhone y, abatido, se sentó en el sueño. Entonces empezó a llorar. Nunca le había visto llorar así. No hizo falta más para que comprendiera lo que sucedía, así que me senté y lloré junto a él largo rato la muerte de mi amigo.

Los titulares de la prensa, que fueron apareciendo en los medios de comunicación a lo largo de ese sábado, 27 de mayo de 2017, día que lloraremos el resto de nuestras vidas, fueron de lo más impersonal: Adolescente asesina a su familia con un cuchillo de caza y se suicida. Nadie comprenderá nunca el horror y el misterio detrás de esas muertes, provocadas por una fuerza inmemorial y ultraterrenal liberada a través de un simple juego.

Esta tragedia nos ha marcado para siempre. Y, de hecho, ahora que miro mi reflejo en el espejo mientras me anudo por primera vez en mi vida una corbata en el cuello para asisir al entierro de mi amigo, tengo la  certeza de que nunca nos perdonaremos a nosotros mismos. Espero que descansen en paz. Lo espero de verdad.

Volvamos pues al relato de los terribles sucesos que acontecieron este fin de semana. Tras estar vagando por las calles del Eixample, divagar y lamentarnos acerca de qué pudo suceder aquella noche en casa de Alberto, fuimos a visitar la parroquia aún con lágrimas en los ojos. La hipótesis más plausible que Marc y yo elucubramos fue que el caso, probablemente, tuvo algo que ver con aquello que en la cultura popular se conoce como posesión y que hemos visto tantas veces en las películas de Hollywood. Un ente de naturaleza maligna penetra en el cuerpo de una persona y se apodera de él, anulando por completo su voluntad. Apenas podíamos creer que esto podía estar pasando de verdad, pero así era.

LightlessnessWhere stories live. Discover now