capítulo | 04

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naranjito | franca

CASI TODOS LOS DÍAS iba Pepito, el Naranjito después, a la herrería de Liberio y se pasaba horas mirando cómo el negro viejo golpeaba con un martillo sobre el yunque las cabillas con las que hacía herraduras. El bueno de Liberio, callado y sonriente, miraba con simpatía al muchacho. Una vez le preguntó:

—¿Te gusta este trabajo?

Pepito movió la cabeza y respondió— Sí, me gusta.

—Pues si tú quieres yo te enseño el oficio.

—Gracias, maestro, pero yo no voy a poder aprenderlo.

—¿Por qué? ¿No te dejan en tu casa?

—No, no es por eso. Es que soy asmático y no debo sofocarme.

—Pues mire, muchachito, el asma, si no se cura se mejora bastante, tomando todos los días tres cucharitas de aceite de bacalao: una antes o después de cada comida.

—Gracias, maestro, le voy a decir a mi mamá que el aceite de "pescao" la cura.

—Yo no te dije aceite de "pescao," sino aceité de bacalao.

—¿Y no es lo mismo, maestro?

—No lo es.

—Lo malo será que se me olvide el nombre.

—Si se te olvida vienes y me preguntas.

—No sería mejor que usted me preste papel y tinta para escribirlo?

—Yo no tengo esas cosas, amiguito, porque no sé leer ni escribir. A los esclavos ¿sabes? nos estaba prohibido aprender esas cosas. Quien sí tuvo suerte para aprender fue Tomás el Negro. El nació hijo de una mulata esclava cuyos amos eran gente buena. Cuando Tomás tenía siete años murió de viruela su mamá y desde entonces aquellos amos buenos empezaron a mirarlo con lástima. Esa noble familia vivía en una casona enfrente a la Plaza de Armas y dejaba que Tomás, el pobre y triste huerfanito, fuese a sentarse en uno de los bancos de la plaza. Tomás, como era chiquitico, pues no trabajaba todavía. Lo único que hacía algunas veces era llevar notas a la tienda de víveres para que despacharan algunos mandados, con la advertencia escrita de que fuesen llevados por algún dependiente de la tienda. Un día los amos necesitaron unos cocos secos y mandaron a Tomás a que averiguara donde había. ¡Esta fue la dicha, la suerte de Tomás, porque llego a la venduta del viejo español de apellido Trompeta, preguntando:

—Señor, ¿aquí hay cocos secos?

—Sí, tenemos muchos ¿Cuántos vas a llevar?

—Yo, señor, no voy a llevar ninguno. Mis amos mandarán a buscarlos.

—¿Quiénes son tus amos, rapaz?

—Ellos viven allá, en la casa grande, en una esquina frente a la Plaza de Armas. Son la gente más buena del Mundo.

A Trompeta le interesó la despierta inteligencia del muchachito y también que no era negro puro, sino aindiao, con bonitas facione y buen pelo.

—¿Cómo te llamas?

—Yo me llamo Tomás, para servir a Dios, a mis amos y a usted.

—Dime, Tomás, ¿aprendiste o estás aprendiendo a leer?

—No señor, todavía, pero quiero aprender.

—Pues mira, Tomás, si tú quieres y te dejan, ven un rato todos los días y yo te daré clases.

Desde aquella mañana todas las tardes se daba una escapá de la Plaza de Armas y se iba a la venduta. En ella Trompeta le daba las clases escribiendo en papel de añafé, del que usaba para envolver lo que vendía, las letras, enseñándole el nombre y a unirlas formando palabras. Cuando los amos de Tomás se dieron cuenta de sus escapás trataron de averiguar en qué andaba el muchacho. Al saber que el bueno de Trompeta estaba enseñándolo quisieron pagarle por sus clases.

Naranjito y Franca | ✓Where stories live. Discover now