—Mamá, tengo sueño, mañana debo ir a la universidad, así que por favor cierra cuando salgas. —Se giró y cerró los ojos. Las sábanas volaron y cayeron al piso. Paulina se llevó las manos a la cara bufando ahora sí enojada—. ¡¿Qué diablos te ocurre?! —espetó parándose de inmediato. Ella solo deseaba pensar en ese par de ojos color miel y perderse en su sonrisa, por lo menos unos minutos para sentir esa paz que hacía años se había esfumado.

—Yo no soy el idiota de tu padre, esta es mi casa y tú haces aquí lo que te digo, así que anda con lo que te ordeno —impuso con una perfecta ceja rubia enarcada.

—Te lo voy a decir por... ¿milésima vez? No. Te. Daré. Nada. ¿Está eso claro? —La bofetada que precedió a esas palabras casi la hace caer, aun así, logró mantenerse en pie.

—Eres igualita a él y está bien, no me des dinero. Solo te recuerdo que todo lo que hay en esta casa me pertenece, así que... —Se acercó a su escritorio y comenzó a tirarlo todo, buscando algo. Paulina la miró llena de rabia.

—¡¿Qué te pasa?! —gritó. La mujer mayor la ignoró continuando con su labor; deshacer toda la habitación. Paulina intentó detenerla tomándola del brazo, ella conseguía zafarse y seguir. Al llegar a su mesa de noche abrió los cajones, ansiosa. Sacó una cajita plateada, sonriente.

—Mmm. Esto servirá —volteó el alhajero para que todo lo que había cayese en su mano.

—Esas son mis cosas, mamá, déjalas ahí de una maldita vez. ¿Acaso te volviste loca?

—Estás en mi casa, parece que eso se te olvida con facilidad, así que yo tomo de «mi casa» lo que yo quiero, pues todo lo que hay aquí me pertenece.

—Claro que no. Eso es mío, no tuyo —dijo apretando los dientes al tiempo que buscaba quitárselos de la mano. La mujer la aventó logrando que la chica se diera un buen golpe en la mejilla con la base de la cama. Paulina se frotó el magullado rostro, colérica, indignada, harta.

—¿Eres tonta? Están en mi casa, es mío y punto.

—Me iré con mi padre, no tengo por qué soportarte. Esto ya es ridículo y estás enferma —rugió Paulina poniéndose de pie. Su madre se acercó a ella, retadora, sujetó su barbilla apretándola. El aliento a alcohol casi la hace devolver el estómago, se zafó llorosa.

—Ni se te ocurra, Paulina, tú te quedas aquí... Este es tu lugar, no me dejarás también.

—No, ya no más, tú estás muy mal y yo no quiero seguir soportando todo esto. Date cuenta, es demasiado.

—Si me dejas, me mato, te lo prometo —advirtió mirándola fijamente.

Paulina sintió, como cada vez que ella la amenazaba con eso, que el corazón se le detendría. Desde que su padre se había ido, hacía tres años, esa era la forma de mantenerla ahí, junto a ella. Se alejó respirando agitadamente.

—Sal de mi habitación. Ahora —ordenó con un hilo de voz. Sonia, su madre, apretó la boca, elevó la barbilla y como si de una reina se tratase, salió de ahí con la mano llena de las alhajas de Paulina.

Ya sola, sintió las lágrimas pujar, pero no, no más... Si su madre, en un arrebato de locura, de verdad hacía eso, lo lamentaría, le dolería muchísimo, pero no sería la culpable, no era la responsable de ella, ya no podía más con esa carga, ya eran muchos años de convivir con esa locura, con ese secreto. Se iría, se iría y rezaría porque no cumpliese su amenaza, porque si se quedaba estaba muy segura de que esa demencia la alcanzaría y toda su vida se convertiría en nada.

Despertó acurrucada en aquel mullido sillón donde se había tumbado cuando Sonia cerró la puerta. Se frotó los ojos, desganada, evocando cada minuto de la discusión del día anterior. Había dormido menos de dos horas y se sentía deprimida.

Dulce debilidad © ¡A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora