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c i n c o

Culpabilidad

Charlotte.

Las nociones del pasado me han extenuado en demasía. Estoy rozando una línea imaginaria: el límite de lo aceptable y llevadero. Una voz interna me advierte que no podré soportarlo por más tiempo, que debo desistir y dejarme arrastrar hacia la tranquilidad de los sueños, al descanso que mi cuerpo está clamando con vehemencia.

El sol está comenzando a iluminar la ajetreada ciudad de Seúl. Los rayos, aún tenues, se filtran por el diminuto espacio coexistente entre las dos cortinas, color crema, que cubren la ventana; permitiendo una mejor visualización de los detalles de mi habitación: las paredes blanquecinas, los pósters de mis bandas favoritas, el escritorio de madera gris velado y los papeles, llenos de anotaciones, esparcidos a lo largo de la mesa. Verifico la hora con frecuencia. El tiempo parece estar marchando con celeridad, a diferencia del primer intento fallido de quedarme dormida. Me percato de los escasos minutos que dispongo para descansar. La alarma de mi celular resonará dentro de unos cuarenta y cinco minutos. Casi de inmediato, percibo una acrecentada pesadez en todo mi cuerpo, mis pensamientos se volvieron difusos y mis párpados se cierran por voluntad propia, hasta que finalmente quedan sellados. Ni siquiera fui consciente de éste último hecho.

Caí en la inconsciencia, en un sueño efímero.

La estridente alarma me despierta de golpe. La sabana está enredada entre mis piernas, muevo éstas para liberarme y me levanto a duras penas de la cama. Me asombra el esfuerzo que conlleva permanecer con los párpados abiertos. De hecho, resulta agotador. Estoy tan carente de energía que prefiero mantenerlos cerrados y me dirijo hacia el baño del pasillo. Confiando, ciegamente, en que puedo llegar a mi destino sin inconvenientes de por medio, como tropezarme con mis propios pies o golpearme contra una pared. Tanteo la superficie de la puerta hasta sentir el frío del picaporte. Lo rodeo con mi mano y lo giro, prendo la luz y espero unos minutos para poder abrir los párpados. El baño está vacío y a mí total disposición.

No sé cómo logré alistarme a tiempo ni cómo terminé sentada en una de las sillas de la cocina, jugueteando con mi desayuno. Ya casi se ha desvanecido la calidez de la comida recién preparada por mi mamá. La susodicha me observa con suspicacia mientras le da un sorbo a su café con leche, aún humeante. Me conoce a la perfección, sabe que algo no anda bien. Eludo su mirada con disimulo y me obligo a comer una cucharada de arroz. Papá está ajeno a la situación que nos rodea, bien sea porque está distraído leyendo las últimas noticias o porque prefiere no formar parte de ello. No es tonto, sabe que mamá puede echarle la bronca si decide intervenir.

Mamá carraspa, llamando mi atención. Sé lo que significa, sé lo que está por venir. Mi progenitora no lo aguanta más, suelta las inquietudes que se ha estado guardando por un tiempo y me regaña con una expresión en su rostro que me atemoriza. No la culpo, no puedo hacerlo. Mi apariencia famélica, ojerosa, más los inexistentes deseos de comer la han alertado. La preocupación es evidente en su rostro y lo único que se le ocurre para drenarlo es alzando el tono de voz a un nivel que, puedo asegurar, llega a los oídos de los vecinos. Exagera la situación para reforzar sus argumentos. Además, trae a colisión eventos similares del pasado. No presto demasiada atención a lo que me dice, pero, en sí, lo que está vociferando es que considera que no descanso lo suficiente ni procuro alimentarme como es debido. Lo cual me resulta curioso, ya que -en otras ocasiones por no decir la mayoría- alega que siempre me alimento bien.  Aprecio de todo corazón que quiera lo mejor para mí; sin embargo, me molesta que agudice la realidad de las cosas. Me obliga a llevar unos diminutos envases para yogures, los que uno acostumbra a beber de niño –y de grande, para qué mentir— y un poco de dinero, por si se me antojaba comprar algo de comer en los diversos cafetines de la universidad.