Capítulo IX: Jaque al Rey

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Casi sin planteárselo, Harper acudió a muchas charlas después de aquella primera y, poco después, también empezaría a responder las muchas preguntas de los candidatos. Sentía que por fin había encajado en este retorcido nuevo mundo lleno de hojalatas y antenas que miran al cielo. Los días pasaban casi sin que se diera cuenta, todos ellos envueltos en una gratificante incertidumbre.

El flujo de los Organistas era bastante sencillo y libre, nunca pidiendo algo de sus guerreros que estos no pudieran dar. La sociedad orgánica vivía en una constante dinámica problemática donde las agresiones, la discriminación, la pobreza y el hambre eran el día a día de muchos. «Guerrero» era el nombre que recibían todos los activistas de la organización, sin importar su género. Harper, carne fresca entre ellos, se ocupaba de solucionar los que estaban más a su alcance, a menudo apoyándose en unos compañeros en los que todavía estaba aprendiendo a confiar. La realidad que allí se vivía era cruda y descorazonadora, algo en lo que a menudo encontraba fuerzas para seguir luchando. Había tomado un trabajo de profesor voluntario en el refugio del Casco Viejo. Allí los adolescentes no tenían dinero para acudir a una enseñanza superior a la secundaria, ya que la escuela sólo era gratuita hasta aquella edad. Harper tenía experiencia con los materiales nuevos, podía echar una mano.

Quizá fuera aquella la mayor atracción de los Organistas. Los problemas llegaban, se comentaban soluciones y quien podía se sumaba a la acción. Habían solucionado muchos problemas desde su primera visita al Viejo Teatro.

Ahora también vivía en el Casco Viejo. Tenía un pequeño apartamento, mucho más viejo e incómodo que el anterior y sin calefacción, pero donde todo era analógico. Muchas noches las pasaban a la intemperie, y prefería ladrones entrando por la falta de alarmas a hojalatas analizando cuándo salía y llegaba a casa. Era una garantía de seguridad. Además, no tenía nada de valor, y todo su dinero iba siempre consigo.

Comprobó que, en efecto, estaba todo el dinero en su bolsillo. Cerró la puerta con un seco portazo —la única forma de que encajaran las bisagras y la cerradura a la vez—, se tapó la cara con la bufanda, salió a la calle, la cruzó y entró en el teatro por una puerta lateral. Un estrecho pasillo, unos camarotes que se usaban como almacén y, finalmente, la sala de operaciones. Antes había servido como vestíbulo del teatro, así que ni estaba muy escondida ni era una habitación especialmente llamativa. Podría haber sido un cuarto de la limpieza y habría dado lo mismo. Lo importante era que allí se hablaban las cosas, era el centro de vida Organista. También era a donde llevaban a los primerizos en la causa a resolver sus dudas. Todo resultaba muy transparente. «Nada que encontrar, nada que buscar» era uno de los lemas que tenían. No había grandes secretos en el teatro, ni grandes conspiraciones guardadas bajo siete llaves. Como precaución, lo único que habían hecho era tapar las ventanas interiores con telas negras para que no pudiera verse el vestíbulo desde fuera.

Dejó sus cosas en una silla junto a la entrada y se acercó a la mesa metálica que presidía el centro de la habitación. Allí, iluminada por el foco secuestrado de un escenario y la única luz en toda la habitación, Maura, una guerrero versada y con varios tatuajes por la causa, miraba con ferocidad un mapa de la ciudad. A su alrededor había cuatro guerreros más que cuchicheaban incómodos. A Harper se le revolvió el estómago con una mezcla de ansiedad y anticipación; era muy poca gente para la que solía reunirse allí y cuando Maura tenía esa cara, las cosas no iban demasiado bien.

—Hay que contratacar —clamó con un tono tan valiente que parecía sacado de una película medieval, algo que seguía sorprendiendo a Harper—. Si permitimos que se salgan con la suya, nuestra gente morirá cuando llegue el invierno.

Había algunas miradas de reproche entre los presentes, como si llevaran un rato insistiendo en que no se podía. Maura era, en general, una de las más agresivas.

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