Capítulo IV: Trincheras del Organismo

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La entrevista no fue un asunto difícil para Harper. Sólo tuvo que poner sus papeles en regla, demostrar que era capaz de dar una clase de matemáticas decente y que tenía la disposición para querer ponerse al día socialmente hablando. Y nunca le dijeron por qué. Sí comentaron que la enseñanza era un trabajo deseado por casi todos los orgánicos, ya que era uno de los pocos que permitía un horario diario en vez de optario, y que opta era la unidad de tres días de los optimizados.

Los niños eran humanos. Se gestaban en los vientres metálicos de sus madres, de las cuáles pocas elegían sufrir los síntomas típicos de un embarazo. Dar a luz era algo indoloro. Siempre. Reproducirse, dijeron, era vital para la especie humana y un campo ampliamente estudiado, pero el dolor era simplemente innecesario —Harper decidió no comentar nada sobre los numerosos estudios que unían el dolor como parte indispensable de la experiencia vital humana. Los niños eran orgánicos hasta la edad en la que acababan el instituto. Aquellos que decidían dejarlo antes eran optimizados poco después.

—No les obligamos, claro —aclaró la directora cuando Harper frunció el ceño—, sino que ya se les considera adultos, y como adultos, pueden tomar las decisiones que consideren necesarias sobre sus cuerpos. Además, el Estado se ocupa de todos los gastos, no veo por qué no deberían hacerlo —le ofreció una sonrisa blanqueada—. Oh, hablando de eso...

La Directora Zacker le explicó brevemente que tendría que adoctrinar a los chavales sobre las optimizaciones. Se lo presentó como un ejercicio de marketing, donde Harper representaba al colegio y el colegio quería dar imagen de súper-pro-mejoras.

Y Harper tuvo que tragar, porque también quería comer.

A partir de entonces, todas las mañanas, Harper se levantaba sintiendo cómo su cuerpo vibraba de energía dando gracias por no haberse electrocutado durante la noche, desayunaba lo que su robot le preparaba según una dieta preseleccionada, e iba a la escuela en un autobús robótico que no tenía conductor a dar clase a un montón de chavales y chavalas que todo lo que querían oír era, en resumen, lo maravillosas que serían las matemáticas una vez se despertaran siendo robots.

Eran demasiadas hojalatas en su vida. Podía consolarse en el hecho de que la mayoría de sus compañeros no estaban mejorados, pero no era tan raro que los críos descubrieran por accidente quiénes no eran óptimos, por mucho que el colegio se esforzara en ocultar el estado vital del claustro, lo que, a menudo, llevaba a una campaña contra el profesor organista en cuestión, y acababa siendo despedido o desapareciendo en extrañas circunstancias.

Para muchos, enseñar era una trinchera segura mientras no asomaras la cabeza en filas enemigas.

La escuela era un edificio pequeño en comparación al resto de unidades residenciales, pero ocupaba muchísimo más espacio. A Harper seguía pareciéndole algo desproporcionado. Los colegios deberían albergar, como mucho, mil estudiantes, pero éste, que era de los más pequeños de la ciudad, se ocupaba de al menos cinco mil. Contaba con tres patios interiores y daba cobertura a todo el barrio. Eso eran cientos de familias apiladas unas encima de otras, cientos de niños por edificio, y cada edificio llegando hasta las nubes como si la humanidad hubiera querido tatuar el cielo.

Harper intentaba concentrarse en sus cinco clases diarias y nada más. Prefería no pensar demasiado en el estado de la sociedad actual. Todo lo que importaba era cuántos meses más tendría que trabajar para ahorrar lo que necesitaba para poder congelarse de nuevo. Preferiblemente hasta que existieran las máquinas del tiempo y poder volver a su siglo, gracias.

Enfiló el pasillo de los lavabos del quinto piso y salió al patio. A lo lejos, unos niños fingían ser lo que en tiempos de Harper se llamaría Mazinger Z, pero cuyo refrito había ganado otro nombre. Esquivó a una niña bailando como un robot y rodeó la rayuela láser. Llegó a la siguiente puerta y se paró un segundo a observar. Era algo reconfortante. Independientemente de las ideas con las que hubiera evolucionado el futuro, los niños seguían siendo niños y seguían jugando a lo que habían jugado sus tatara-tatara-tatarabuelos. Incluso, podía ver algo bueno en la desviación mental de las hojalatas; la pluralidad se había hecho una realidad. Antes de congelarse, Harper era un nombre extranjero en aquel lugar. Algo raro, casi exótico. Ahora, mirara donde mirara había nombres en todas las lenguas, apellidos mezclados y toda clase de culturas. La sociedad había permitido que se juntaran para crear otras nuevas, evolucionando contra el pensamiento de la época de que la mezcla resultaría en algo homogéneo a nivel planetario. Cada país había adquirido su propia cultura mezclándose y comunicándose con otras etnias, para dar lugar a una humanidad donde los rasgos eran casi algo que uno elegía ponerse en la cara. Casi, porque la genética seguía determinando los rasgos de uno al nacer, y los humanos seguían identificándose con sus antepasados.

Era algo que le generaba tanta gratitud como incomodidad, pero sobre todo, asombro.

—¿Sabes por qué prefieren profesores descongelados? —Apareció la Profesora Bentsen por su derecha. Harper se sobresaltó—. Consideran que antes se nos enseñaba con herramientas más... rudimentarias, lo cuál propiciaba una mejor capacidad para poder transmitir el conocimiento. Y como los niños son... órganicos...

Amanda Bentsen era la mejor amiga de Harper, en el colegio y fuera de él. Tenía cuarenta y tres años, casi tantos como Harper, y opinaba que era mejor para los orgánicos adultos retirarse antes de que se les viera cansados, por lo que nunca podían juntarse después de horas lectivas.

—No lo sabía.

—Para los optimizados es un buen trabajo auxiliar si andan cortos de dinero, pero... Los orgánicos siempre tiran más. Además, habiendo estado en conserva tanto tiempo, ¿no deberías tener las neuronas refrescadas? —Chocó sus hombros, bromeando.

Harper rió.

—Supongo.

Se miraron un momento.

—Debería... —Movió la carpeta en su mano como si de verdad quisiera irse.

—Claro —sonrió Amanda, dejando espacio para que pasara.

—No tardo.

Entró en el pasillo y se dio prisa en llegar al área de profesores. La compañía de Amanda era lo poco que alegraba sus días.

Rebuscó entre sus papeles, sacó los apuntes de la siguiente clase y salió en su busca. Tenía que darse prisa porque la siguiente clase estaba a punto de empezar, pero no demasiada para que no se notara su muy real nerviosismo al tenerla cerca.

—¡He oído que por fin nos dejarán mejorarnos a partir de los diez años! —dijo un chaval.

A Harper se le heló la sangre.

—Yo he oído que nada más nacer, empezarán a optimizar a los bebés —continuó una chica a su lado, algo más mayor que la media del grupo.

—¿Cómo es eso? —se acercó Harper.

La chica sonrió ampliamente.

—Bueno, cogerán a los bebés y los meterán en pequeños cuerpos optimizados desde el principio. Están diseñados para crecer con el bebé y que sea un proceso natural. Después, periódicamente, tendrían que hacer una visita al médico para cambiarlo por el siguiente modelo. Al parecer lo han hecho de acuerdo al ADN, para que la altura sea...

—Eso es una locura —la interrumpió.

La chica frunció el ceño.

—No lo es. Es el futuro.

—Los niños debéis crecer... "humanos", orgánicos. Si no, ¿cómo vais a saber lo que es sentir?

—¡Mis padres están optimizados y sienten absolutamente todo! —replicó uno de los chicos más pequeños, molesto—. ¿¡Está diciendo que mis padres no me quieren!?

—Claro que no. Seguro que te quieren mucho, Steven —intentó calmarlo Harper.

El primer chaval al que había escuchado hablar dio un paso hacia delante con aire amenazante. Le reconoció. Era Álvaro, uno de los mejores en la clase de Historia de Amanda.

—¿O es que usted no se ha optimizado todavía?

Y con aquella simple pregunta, Harper supo que sus días enseñando en el Colegio Turing habían acabado.

2186Donde viven las historias. Descúbrelo ahora