Capítulo III: Amanecer en el futuro

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Las Plataformas de Criogenización, como se llamaban a estas empresas, estaban diseñadas para guardar los cuerpos de todos aquellos que habían querido escapar de sus siglos hacia el futuro. Al despertar en la fecha fijada, se les sometía a una terapia intensiva de adaptamiento donde se les enseñaba historia, arte y etiqueta contemporánea. Pasado un tiempo prudente, se les liberaba a la ciudad con un pequeño soporte económico suficiente para encontrar trabajo.

Rara vez salían en el cuerpo con el que habían entrado.

Los cadáveres habían pagado verdaderas fortunas para conseguir aquella oportunidad, aunque Harper no podía recordar de dónde había sacado la suya. Lo único que le venía a la mente, una y otra vez, era haber aparcado frente a la clínica; un pequeño edificio en el extra-radio con un enorme cartel en la fachada. Amanecer en el Futuro, rezaba. Hoy en día habían cambiado el nombre a algo más corporativo y el edificio era veinte veces más grande, pero seguían vendiendo exactamente lo mismo un siglo después.

Habían liberado a Harper en una fría mañana de Marzo. Sólo una nota, una tarjeta de crédito y una llave electrónica en la mano. La nota era en realidad una especie de tarjetita táctil que podía borrarse aplicándole calor y volver a escribir en ella con cualquier plástico que tuviera punta. Harper había descubierto esto por error al sujetarla con demasiado ahínco, pero alguien le había explicado que doblando la esquina superior podía deshacer la última acción. La nota tenía varias direcciones escritas. Entre ellas, su nueva casa, en la que habría de entrar utilizando la llave electrónica, que no era más grande que un pendrive de su época.

No era especialmente complicado entender cómo funcionaba y, sin embargo, escapaba a su comprensión. Era pequeña, sí, como una llave. No se la habían podido instalar en la mano porque, obviamente, no tenía la mejora necesaria (ni la quería). No era diferente de cualquier llave de hotel en el 2016, tantos años después lo único que había cambiado era que ahora eran más pequeñas. Quizá estuviera sufriendo todavía el período de choque cultural y tecnológico. Le habían dicho que tendría que volver periódicamente para un chequeo en sus constantes vitales y su mentalidad respecto a las mejoras. No querían decírselo así, pero no necesitaba oírselo para saber que el objetivo último era que se optimizara.

Jamás, se había dicho subiendo al autobús.

Habían pasado muchos años, se habrían abierto muchas cápsulas del tiempo con dibujos de vehículos voladores y gente con alas mecanizadas, pero hasta en el 2186 los autobuses seguían siendo animales de carretera. Muchísimo más rápidos, potentes, y amigos de la naturaleza, sí, pero con ruedas, como siempre.

Lo que sí había cambiado era la estructura de la ciudad.

El autobús descendió varios pisos y siguió rodando un buen rato por el subsuelo, marcando las paradas en una pantalla digital que colgaba del techo. Fuera, en las paredes del túnel, los carteles electrónicos mostraban vídeos e imágenes de lo que había justo encima, en la superficie. De vez en cuando otro autobús pasaba y los tapaba.

Harper reconoció la dirección a la que tenía que ir en la pantalla de información, que enseñaba el listado de calles cercanas a la próxima parada, y se bajó allí. El suelo temblaba con la vibración de los enormes ventiladores que se encargaban de disipar el humo en los carriles inferiores. Harper encontró las escaleras y salió al exterior.

La ciudad en la que había crecido ya no era su ciudad. Los edificios llegaban hasta el cielo finos, elegantes, como agujas. Pisos y pisos de lo que a Harper le parecían poco más que cajas, unas encima de otras, albergando... ¿qué? La vida de cerebros en lata. Los edificios antiguos habían mantenido sus fachadas, ahora en su mayoría dentro de los propios rascacielos como escaparates para cafeterías residenciales. Y todo ello en un mundo peatonal, dejando el subterráneo para los tres carriles de servicios, vehículos privados y transporte de mercancías.

Harper echó a andar sin querer pensar en la verdadera razón de su fastidio. No tenía una. En papel, como se lo habían contado, la sociedad había mejorado de verdad. El aire estaba más limpio, no había enfermedad, no había hambre, no había peligro en la calle. Era demasiado perfecto y... ¿a qué precio? ¿Qué se ganaba dejando que te extrayeran el cerebro y lo metieran en una caja metálica? ¿Qué atractivo podía tener eso?

Encontró que su casa era mucho más acogedora que la caja que se había esperado. Tenía cocina, baño, salón, estudio y dos habitaciones, de las cuáles una era para invitados. Era el standard para una sola persona.

Investigó la cocina, que resultó ser americana, con una barra de bar y una pequeña mesa para cuatro. Tenía un robot entrenado que cocinaba por sí sólo la receta que uno eligiera en la pantalla de la nevera, y que todo lo que necesitaba es que se le pusieran los ingredientes en el mostrador. Lo primero que le mandó hacer fue una tarta. Y qué tarta. Al menos la comida seguía sabiendo bien.

El baño era adaptable a sus necesidades. Las comodidades asiáticas del inodoro parecían haber llegado a Europa mientras Harper estaba en conserva, así que no pudo evitar entretenerse un rato pulsando los botones y viendo los chorritos saltar. También descubrió que la ducha podía transformarse en bañera pulsando un interruptor en la pared, y que las baldas se podían mover por la pared ya que, al parecer, estaban sujetas por imanes muy potentes.

En su habitación encontró que su cama era de matrimonio y que dentro del colchón había lo que parecía ser una estación de carga. Había un panfleto en la mesita de noche que explicaba que los nuevos colchones estaban diseñados para cargar a las hojalatas, mediante electricidad estática y otras tecnologías, mientras simulaban el sueño. Quiso arrancar la estación de carga por miedo a electrocutarse durmiendo, pero fue imposible. Era parte íntegra del colchón. Se arriesgó, y varias noches después ya se habría acostumbrado a las suaves vibraciones. Le parecían suaves caricias en el pelo, y aunque nunca lo admitiría, le gustaban.

El diseño del salón era igual al de su siglo. Contenía un sofá, una mesita de café y un televisor repleto de canales que no le interesaron de primeras. Todo lo que tenía que aprender estaba apuntado en una dirección de internet que tenía que visitar desde el ordenador del estudio, así que fue a investigarlo. Allí se asomó por primera vez a la ventana y vio que estaba varias decenas de pisos por encima de un gran parque. Debía de estar en uno de los pisos intermedios. Las personas parecían pequeñas hormigas, pero el telescopio tenía demasiados aumentos como para observarlos cómodamente. Le habría gustado poder estudiar a aquellos seres optimizados desde la comodidad de su casa.

Suspirando, Harper se sentó frente al ordenador, ignorando por ahora las varias decenas de libros en las estanterías. Era un sobremesa. La caja apenas ocupaba el tamaño de un router antiguo, y el router no aparecía por ninguna parte. Lo encendió. La Alta Definición llenó sus ojos con más claridad que la propia realidad. No había hologramas ni proyecciones en las retículas, pero era incapaz de distinguir los píxeles. El ordenador le saludó con un animado ¡Hola, Harper! en texto plano. Introdujo la contraseña de la tarjetita táctil. El ordenador ya estaba conectado a internet. Abrió el navegador que encontró e introdujo la dirección que le habían indicado para informarse de todo el papeleo que tendría que rellenar a nivel legal, historia de la que tendría que informarse y demás cosas útiles.

Por encima de todo: Cómo encontrar trabajo.

Pasada una semana había conseguido una entrevista para dar clases en un colegio. Enseñar. Tenía la certeza de que no había hecho una ingeniería antes de congelarse para acabar corrigiendo los exámenes de unos mocosos aspirantes a cybermen, pero la sociedad había avanzado tanto que, si quería comer, era lo mejor que podía hacer.

Esto hizo que tuviera que mirar el calendario. Era un libro de hojas táctiles colgado en una pared de la cocina. Recordó vagamente haber escuchado en la terapia de adaptación que, una vez los optimizados fueron mayoría en el planeta, se decidió hacer los días óptimos de tres días orgánicos. Hizo cuentas mentalmente, sabiendo que habían pasado poco más de dos siglos desde su congelación en 2016, pero que todavía era 2186 y concluyó que sí, debían de ser, más o menos, tres días. Setenta y dos horas.

Apuntó bajo el 19 de Marzo: 21:00h, entrevista Colegio Turing.

2186Место, где живут истории. Откройте их для себя