Capítulo 8

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Juntos

Había una vez una princesa que vivía en la India, sus padres la habían criado con principios e ideas claras sobre sus dioses, sobre los dioses que la ayudaban cuando pedía ayuda, los dioses que mantenían a su pueblo estable pero los dioses que también la juzgarían si cometía un error y así lo hicieron.

Se enamoró de un prisionero, no era el hecho de ser prisionero lo que la condenó, sino quién era aquel, su tío, era el prisionero de una de las ciudades de las cercanías y ella había ido en nombre del rey, su padre, para liberarlo de la condena y que fuese perdonado por sus pecados.

Un abrazo, un simple abrazo visto por una de las sirvientas, aquella princesa había guardado sus sentimientos por muchos años pero aquella noche había ido a su aposento sólo para confesar sus sentimientos y dejarlos morir allí, su tío fascinado por los sentimientos de aquella bella princesa la había abrazado en un impulso arrebatado pero no pasó a más de eso ya que ella, inexperta y asustada por la cercanía masculina había huído lejos de él, para ocultarse bajo las sábanas sintiendo su pecho latir con fuerza, sintiéndose afortunada de poder sentir y portar aquellos bellos sentimientos que la hacían sentir viva.

Pero el pecado de un amor impuro, un amor maldito la llevaron a la horca, su padre estaba horrorizado cuando oyó lo que la sirvienta había venido a contarle y aunque enfrentó a la bella princesa queriendo que negase todo no lo hizo. Ella nunca negaría aquello que era lo más hermoso que había sentido jamás y su padre la mandó a la horca, su tío intentó protegerla al oír la noticia y trató de llevársela lejos, pero los atraparon y en medio de la muchedumbre que los miraba asqueados por su amor ella gritó.

¡No me arrepiento de nada! Mi amor es puro y no creo que sea algo que los dioses deban dejar morir.

¡Impura! ¡Sucia! Las personas les escupían al pasar y su tío le tomó la mano para llevarla a sus labios y aunque fue azotado para que la soltase gritó.

—¡¿Esta es la vida que nos merecemos?! Amar, sentir, ¡¿porqué tenemos que ser juzgados por algo que todos sienten al igual que nosotros?!

Lo azotaron frente a ella, mientras ella era tomada en brazos viendo sangrar a su amado, lleno de sangre. Cuando los pusieron juntos en la horca lo miró con lágrimas en los ojos, sonrió mientras la miraba con sus últimas fuerzas y logró escuchar aquello que lo hizo sentir que iba al cielo aunque sabía que su lugar era el infierno.

Te amo.

Abrí mis ojos de golpe, mi pecho subía y bajaba rápidamente. Volví a cerrarlos mientras tragaba con fuerza, aquel cuento siempre me lo contaba mi abuela. Decía que un amor maldito nunca terminaría bien, aunque nunca me había dado cuenta de la dureza de esas palabras y siempre me pregunté por qué las decía mientras lloraba.

Me levanté, la ventana estaba abierta y parecía estar a punto de amanecer, toqué un lado de mi cama y entonces me volví rápidamente alarmada.

—¿Misael?

No estaba, la habitación estaba silenciosa y mi pecho se contrajo. «No pudo ser un sueño, no pudo ser un sueño»

Me puse de pie y miré mi alrededor, no había rastro de él. Parpadeo varias veces nerviosa, buscando aún en cada rincón de la habitación.

—¿Misael? —di unos cuantos pasos, y me volví algo abrumada, no estaba, no había nadie junto a mí. Mi cuerpo empieza a temblar —. ¡Misael!

«Tiene que estar aquí, tiene que, tiene que, no pudo ser un sueño, no pudo, no pudo, pero si no lo fue... ¡¿Dónde estás Misael?!»

Mi hermano y yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora