7

219 46 4
                                    


Quizá los diarios tenían razón, quizá sí soy un adicto, porque he descubierto que no funciono sin hierba. Los amigos con los que fumaba me cuelgan uno por uno. Mi primo me advierte que no lo busque más. Pero soy incapaz de soportar lo que me ocurre sin un poco de ayuda.

Por eso enciendo mi auto y conduzco por la ciudad sin saber muy bien qué busco o dónde he de buscarlo. Fue un amigo del primer club en el que jugué quien me introdujo a la hierba. Y cada nuevo colega me presentaba una nueva droga, a veces divertidas, a veces demasiado potentes. Ninguno de ellos me contactará en estos tiempos.

He escuchado sobre un lugar llamado Triángulo donde venden buena hierba y otras cosas. Solo sé que está en el distrito por el que ahora conduzco, pero nada más. El tráfico me detiene unos minutos, que aprovecho para bajar la ventanilla y preguntar al sujeto que vende golosinas:

—Oiga, ¿sabe dónde queda Triángulo?

Él se me queda mirando. ¿Será un policía? No hay manera.

—Tú —dice—. ¡Tú eres el imbécil que se perdió el gol!

—Carajo.

Se me acerca dando tumbos y golpea la puerta de mi auto mientras grita insultos hacia cada miembro de mi familia. Los curiosos no escasean.

—¡Es él! —anuncia—. ¡El malazo! ¡Es él!

Intento ignorar los murmullos de la muchedumbre que se forma en torno a mi auto. Ya avanzaré cuando se disipe el tráfico. Sí, pisaré a fondo. Cuando se disipe el tráfico. Cuando acelere el auto frente al mío...

Pero el tráfico en mi ciudad es una puta mierda, así que opto por escabullirme del auto mientras los fanáticos imbéciles aporrean las portezuelas.

—¡Hijo de puta, no te vas a escapar! —me gritan.

Y hago lo que mejor sé hacer como delantero en un esquema de contraataque. Echo a correr.

EuforiaWhere stories live. Discover now