AGUA

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La alarma del reloj digital de Gary sonó en mitad de la clase. Tan solo faltaban cinco minutos para ir a casa y poder disfrutar de las vacaciones de Navidad. La tiza chirriaba, mientras la señora Colleman descifraba algunas ecuaciones en la pizarra. Las gotas de lluvia chocaban contra la ventana y el viento silbaba cosas inteligibles. Nadie prestaba atención a aquellos números excesivamente redondos, dibujados con esmero por la cincuentona profesora de Matemáticas. A pesar de que el segundero del reloj avanzaba lenta y perezosamente, por fin alcanzó las 14:00. En ese momento el timbre sonó con intensidad y los chicos salieron de la clase a toda prisa, atropellándose unos a otros, como si estuvieran escapando del mismísimo Infierno.

La señora Colleman miró a los críos con resignación.

— ¡Tengan unas felices fiestas! Y, por supuesto, no olviden hacer los deberes. A la vuelta los corregiremos.

Los chicos rieron y salieron corriendo unos detrás de los otros. Gary fue el último en salir. Cuando la clase quedó desierta, la profesora sacó de su bolso granate una cajetilla de cigarrillos Winston y puso uno con delicadeza en sus finos labios ligeramente agrietados por el frío.

Gary caminaba meditativo por el arcén de la carretera. Ese día no quiso coger el bus escolar y decidió ir andando hasta casa, la cual se encontraba a 2 kilómetros de distancia. Esa Navidad sería la cuarta que celebrarían sin la presencia de su padre. Llevaba dos años que hacía lo mismo al salir de clase: Caminaba solo, observando los innumerables detalles de la naturaleza invernal, mientras recordaba la imagen de su difunto padre, imagen que con el paso de los años se iba emborronando en su joven memoria. Caminaba despacio. Deseaba que el camino se estirara hacia el infinito y poder estar andando un par de horas más que de costumbre. Sabía que, en cuanto llegara a casa, encontraría a su madre cocinando obsesivamente abundantes platos para la cena de Noche Buena. Desde la muerte de su padre, en todas las fiestas se comportaba igual: Cocinaba para unas veinte personas. Incluso ponía un plato y sus respectivos cubiertos para su padre, como si estuviera todavía presente en la mesa. Gary no comprendía el comportamiento de su madre. Sabía que estaba loca, pero la idea de que el espíritu de su padre estuviera sentado a su lado en la cena de Noche Buena era una cosa que realmente le hacía erizar su piel.

Después de pasear por el escurridizo arcén de la Carretera 44, pasó por el río. Escuchó el agua cayendo por la cascada. Divisó a lo lejos el tejado rojizo de su acogedora casa. El viento cada vez era más fuerte y frío. Le costaba andar y en un par de ocasiones sintió que el viento lo llevaba consigo. Por fin llegó a la valla que rodeaba su casa. Atravesó el jardín. Fue directamente hacia la puerta trasera, donde se encontraba la cocina. Golpeó enérgicamente con los nudillos la puerta de madera maciza. La señora Hughes abrió la puerta con cara de preocupación.

— Hijo, ¿por qué has tardado tanto? Te dejé muy claro que no me gusta que vengas solo por la carretera. Podría atropellarte un coche o algún pervertido sexual podría secuestrarte y vender tus órganos en algún país del Sur. ¿Quieres matarme de un infarto?

Gary no contestó. Se dirigió hacia la sala principal, para llamar a su mejor amigo, Randy. Esa tarde irían de expedición al río y jugarían a lanzarse piedras entre los matorrales, como de costumbre.

— ¿No piensas comer nada? —insistió Catherine Hughes mientras se llenaba una copa de vino hasta el borde.

—Ahora comeré, mamá. —Gruñó el pequeño— Primero quiero llamar a Randy para quedar con él esta tarde. Empieza sin mí.

Después de una larga conversación con el travieso Randy Russell, regresó a la cocina y comió un poco de pollo y coles de Bruselas, algo asqueado pero a la vez hambriento. Miró a su madre disimuladamente y percibió la imagen de una mujer que, a pesar de no llegar a los cuarenta años, parecía mucho más vieja. Llevaba un chándal que en algún momento fue de color rosa fucsia, pero que, a base de lavados, se fue transformando en un tono rosa palidecido, casi blanco. Su cabello era castaño con reflejos rojizos y lo tenía muy encrespado. Tal vez hoy no se había peinado. Catherine Hughes había caído en una horrible depresión justo después de la muerte de su marido, Charlie. A ello se le agregaba sus esporádicos brotes esquizofrénicos, que sufría desde la infancia. Antes no era un problema la leve esquizofrenia de la señora Hughes; sin embargo, tras la muerte de su marido, no solo se había despreocupado de su físico, sino también olvidaba tomarse su medicación con regularidad. Todo ello lo vivía Gary en su piel desde los nueve años. Muchas veces le recordaba que se tomara la medicación, pero nunca lograba nada, puesto que tan solo era un mocoso sin derecho a opinar, ni siquiera por el bien de su madre, a la cual cada día iba odiando con mayor intensidad. Catherine advirtió a su hijo que por la tarde no podría salir de expedición al campo, debido a que a partir de las cinco habría una gran tormenta y hasta el día siguiente no cesaría. Gary sabía que, cuando su madre le sugería que se quedase en casa, no era una mera sugerencia, era una sólida orden. Así que, después del almuerzo, volvió a llamar a su mejor amigo para aplazar el plan para la mañana siguiente.

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