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─ ¿Qué te pasa Alejandro? ─ la pregunta insidiosa de Catalina me sacó del ensimismo en el que estaba sumergido.

─Nada ─respondí dándole un cálido beso en la frente y aferrándome a su mano, gélida por no tener guantes.

─Parece que estuvieras buscando a alguien─no muy contenta con mi simple "nada" volteó sus oscuros ojos, perdiéndolos en el extenso manto de césped.

Aunque lo negase en mil idiomas y lo jurara por todos los dioses del Olimpo, mi novia parecía leer cada movimiento de mi cuerpo pero no porque fuese adivina ni mucho menos, sino simplemente porque era cierto: mi mirada vagaba en busca de "un" alguien en particular.

Ese alguien que no tenía ánimos de ver simplemente para evitar saber cuánto me continuaba importando. Contradictorias, aquellas sensaciones se anidaban en mi estómago provocando una riña de gatos callejeros dentro de él.

Regresé entonces mi vista hacia el sacerdote que oraba citando unos versículos bíblicos dedicados a mi abuela Rosalinda Gutiérrez de Viña, quien acababa de dejar este mundo a los 90 años. Inoxidable, ella había logrado llegar a esa edad con una lucidez digna de un filósofo griego.

Su sabiduría era incalculable, pero no sólo por su cultura literaria e histórica sino por su sapiencia frente a la vida.

Viuda desde los 40, solitariamente comandaría un modesto emprendimiento iniciado por mi abuelo Adolfo: una línea de productos cosmetológicos que tenía como destino el mercado de la belleza femenina. Con una pequeña suma de dinero en concepto de pago de un seguro de su esposo, la abuela tomaría el mando de "L'élixir de beauté" para nunca abandonarlo.

Con dedicación, esmero y obstinación, no solo invertiría el resto de su vida al negocio familiar que competía a nivel internacional con marcas mundialmente reconocidas y bien posicionadas en el mercado, sino que criaría a una hija llamada Bárbara, mi madre.

Una hija bastante caprichosa que aun con 70 años continuaba haciendo berrinche cual niño; sin ir más lejos, esta fastuosa despedida al cuerpo de mi abuela era una muestra de aquello.

De seguro, su madre no hubiese invitado a gente desagradable, como los Castro Pinedo, un matrimonio estirado que presumía de sus riquezas a expensas de la nuestra. Nunca me habrían agradado. Mucho menos cuando comenzó a rodar el rumor de que mi madre, a tan solo unos meses del abandono de papá, estaba enredada con el estúpido de Alberto Castro, un frustrado jugador de golf que en sus buenas épocas habría estudiado abogacía en la Universidad de Belgrano y que hasta su retiro, diez años atrás, era asesor legal de la firma que mi abuela presidía. Invitarlo amablemente a su jubilación, cuando asumí el cargo de Gerente General en la compañía con sede en México teniendo recién 23 años, sería mi primera medida como máximo responsable de la compañía.

El futuro se planteaba incierto. La fortuna cosechada en más de los 50 años de la empresa era incalculable y desconocida. Celosa de las finanzas, nadie de la familia (excepto por su abogado e íntimo amigo Teófilo Yaski) conocía los activos totales de la firma y de Rosalinda. Horas atrás, el mismo Teófilo, habría comunicado a la familia sus intenciones de concertar una reunión mañana al mediodía.

"Solsticio de Medianoche" -  (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora