2. La Familia Godall

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El sol se ponía en la ciudad de Mygdar, y por la noche, surgen algunas de las criaturas más extrañas a caminar a la luz de las farolas. Pero a Idris, el orco, no le importaba. Con menos de metro cuarenta de estatura, cabeza grande con gorro hasta las cejas, mandíbula saliente y colmillos inferiores, el orco sabía que su aspecto no era plato de buen gusto para muchas personas. Ni su raza, ni el demonio que había dentro de él, ni su... básicamente nada. Pero era mejor así. No era un ser muy sociable, y lo que más le gustaba hacer por la calle era mover sus piernas arqueadas hasta alcanzar su siguiente objetivo.

Porque, cuando pasaba demasiado tiempo al descubierto, ocurrían cosas como la que le estaba pasando ahora. Comenzaba a notarse ligero, y, antes de preguntarse qué diablos ocurría, notaba que, de hecho, sus pies se despegaban del suelo. No... - ¡No, no! – Gritó, molesto, enfadado y mirando para otras partes.

Un par de risas delató a los dos muchachos que lo estaban elevando mágicamente en el aire, y el orco de dispuso a patalear y gruñir en su dirección, amenazándolos de todas las maneras posibles y agitándose, atrayendo la atención de todo el mundo mientras ellos estallaban en carcajadas y lo colgaban de la farola más cercana por la chaqueta.

- ¡Malditos niñatos! – Gritó el orco. - ¡Bajadme de aquí! ¡Venga, bajadme! ¡Os creéis muy graciosos! ¿Eh? ¡Bajadme y veremos quién es más gracioso!

- ¡Pero si no nos creemos graciosos! – Dijo uno de ellos, burlándose, mientras se acercaban. - ¡Creemos que el gracioso es usted! ¡A ver cuánto tarda en bajarse, enano! – Dijo, y echó a correr, con su amigo.

Peor no habían avanzado más de unos metros cuando notaron que les ocurría algo similar. Unas manos invisibles los tomaron, levantándolos por los aires y lanzándolos disparados al cielo, sobrepasando al orco enano y lanzándolos contra el viejo templo, colgándolos a los dos de la veleta entre quejas y lloriqueos. Mientras tanto, el orco fue bajado de la farola suavemente, con cuidado, y cuando llegó al suelo, posándose con delicadeza, sólo se sacudió el abrigo, encontrándose cara a cara con la causante de todo aquello.

- ¡Kanae! – Saludó a la mujer, cuyo pelo rojo estaba recogido en dos moños a los lados de la cabeza. - ¿Ya acabaste el ensayo?

- Sí, iba ya para casa y me pareció que necesitabas una mano... Aunque ahora me pregunto si no me habré pasado. – Sus ojos rasgados se dirigieron a los niños del pináculo del templo, que pataleaban y pedían ayuda.

- ¡Claro que no! – Gruñó el orco. - ¡Si pudieron usar sus hechizos de viento para subirme hasta la farola, podrán usarlos para bajarse de ahí!

- Está bien, está bien. – Sonrió la mujer. – En fin, ¿Qué tal ha ido?

- ¿Qué tal...? – Preguntó Idris, comenzando a caminar junto a Kanae. – ¡Ah, sí! Se lo he propuesto al gerente... ¡Y ha dicho que sí! ¡Dice que nunca había probado nada igual!

- ¡Idris, es fantástico! – Le dijo Kanae, abrazándolo un poco. - ¡Ahora puedes decir que eres un chef influyente! ¡Tienes tu propia salsa!

- Dijo que lo mejor es comenzar tanteando a los clientes. – Le explicó el orco, según caminaban. – Sugerírsela como el especial de la casa, ya sabes. Y luego, si vemos que tiene salida, podríamos intentar incluso hacerlo más grande. Va a ser genial...

- Por supuesto, estoy segura de que tiene mucho éxito. ¡Le da a la comida un sabor salvaje!

- El Sabor de lo Salvaje... - Tanteó el orco, paladeando el nombre. – Me gusta como suena.

Sobrevolando el nidoWhere stories live. Discover now