Haciéndome la sueca

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―Nena, lo siento pero no voy a poder desayunar contigo ―le solté en plan bomba.

―¿Cómo dices? ―para mí, que acababa de horrorizarse.

―Me acaban de llamar de la embajada sueca. Quieren que esté allí en menos de veinte minutos. No sé lo que pasa, no han querido darme más información por teléfono y estoy que me pasmo de la curiosidad. ―El relax del masaje se había esfumado y ya me percibió agitada al otro lado del inexistente hilo.

―Pero…

–Estas cosas sólo las hacen con la gente importante y los asuntos dignos de ministerio –fabulé imaginando un nombramiento de esos honoríficos que dejan a las conocidas verdes de envidia.

–No, ya, sí… La comanda… Los desayunos están encima de la mesa…

―Supongo que no puedes dejarlos apuntados a mi nombre, soy clienta y doy propinas generosas, pero no hasta el punto de estar inscrita en el cuadro de honor. Perdona el marrón, comprenderás que no me queda otra que ir a ver qué ocurre y por qué estos vikingos reclaman mi presencia con tanta premura.

―¿No podría ser un error? ―sugirió esperanzada.

―Podría, pero no lo sabré si no voy. No consigo recordar ningún vínculo con Suecia… Ni siquiera lo identifico como lugar de vacaciones… ¿A ti te suena que te haya dicho alguna vez…? ¿Un masajista? Puede, los suecos tienen manos de ángel… Te llamo cuando acabe y oye, de nuevo disculpa por el plantón.

Marina debió notar así como un retorcimiento en los intestinos, que la conozco metida en un saco, pero ni protestó. ¿Qué podía hacer la pobre? ¿Cortarse las venas con el cuchillo de untar paté?

―Nada, mujer ―me tranquilizó con aire ausente―. Espero que sean buenas noticias después de todo. ― Pero yo hacía rato que había desconectado.

Al entrar presurosa en el edificio de la embajada no pude evitar fijarme en los enormes jarrones anticuados sobre las mesitas, repletos de flores frescas. Conocía bien el estilo decorativo de los nórdicos en general y de los suecos en particular y, para qué engañarnos, son bastante horteras. Yo a estas alturas ya me he acostumbrado al toque chic de los parisinos o al ambiente loft neoyorkino y no soporto otra visión alrededor. ¡Por Dios, cómo me horrorizan esas cortinas llenas de floripondios espantosos y volantitos por todas partes! Eso, por no citar los tapetes de crochet con los que se empeñan en cubrir los brazos de los sillones.

Me recuerdan la casa nuestra del pueblo. Bueno, la mía no, yo nunca tuve casa en el pueblo. La de mis padres, que compartíamos con mis abuelos maternos, circunstancia que mi padre nunca pudo superar. El pobre hombre no fue capaz de adquirir una vivienda propia donde alojar a su familia y trasmutó como pudo la humillación que representaba vivir de prestado en casa de los suegros. Y menudo era mi abuelo, siempre con el bastón en la mano, el grito a punto y el labio de abajo revuelto.  Mi madre, mi padre y nosotras cinco (cinco hijas, ya le vale a mi padre, ya le vale...) andábamos como norma al borde de la congoja, con el viejo protestando por cualquier vocecita fuera de lugar. “¡Abuelo, que son crías!” solía defendernos mi madre como una jabata. Pero él la mandaba de vuelta a la cocina a seguir pelando patatas, que por lo visto era para lo único que servimos las mujeres, en su augusta opinión. Y cargar con la pena de compartir casa con un pelele calzonazos como único representante del género masculino, lo ponía al límite de lo aguantable. Total, siempre de un pésimo, malo, malísimo humor, que mi abuela, la muy santa, sufría en silencio, como el anuncio de las hemorroides.

Por lo menos olía fenomenalmente bien. Eso iba a salvarlos de mis críticas feroces, me dije. Después de arruinarme el desayuno y la sesión de chismorreo con la descerebrada de Marina, ya podía ser interesante lo que tuvieran que decirme y no sé por qué, pero tenía la débil corazonada de que se trataba de una equivocación: un baile de nombres o de apellidos que les había conducido a mi número de móvil, requiriendo mi presencia urgente, justo aquel maldito día que cediendo a las presiones de mi monitor de Pilates, había cambiado la clase de las seis de la tarde por las nueve de la mañana. ¡Yo, que no conseguía despegarme del colchón antes de las once! Total, que sumando una cosa con otra y el hecho de no haber desayunado aún, me tenían hecha un trapo. Jolines, siempre había querido ser rica para no tener que madrugar y ahora que lo era, me dejaba manipular por un mozalbete macizorro y guaperas para ejercitarme a primera hora del día, quebrando mi regla más sagrada. Decidí en ese mismo instante, que ya que era yo la que pagaba, Cayetana de Ojeda en persona, decidiría a qué hora era saludable practicar los puñeteros estiramientos que me dejaban para el arrastre.

Envié al taxista de vuelta al “Gran Café” movida por los remordimientos (no era cuestión de dejar a Marina con el pufo de la cuenta, pobretica) con cincuenta eurazos para el camarero de turno y otros cincuenta para su uso personal y que no cediera a las tentaciones.

En estas estaba, cuando un escandinavo típico de postal, alto, potente y rubio, me salió al encuentro y me sonrió de modo irresistible, mostrando una hilera de dientes perfectísimos, que me robaron de un soplo el mal genio.

―Señorita Cayetana de Ojeda ―indicó en perfecto español, para mi sorpresa, sin acento.

―La misma que viste y calza ―respondí arrepintiéndome al segundo. No había sido elegante, para nada. Pronto se me había escapado la venilla chabacana―. Me han avisado de sus dependencias ―agregué estirándome con petulancia para compensar la metedura de pata―. Espero que sea importante, ya que he tenido que cancelar varios apuntes de mi agenda para hoy, soy una dama muy ocupada.

Deseé haber sonado lo suficientemente autoritaria y sobrada de mí misma, como para que el empleado de la embajada me devolviese el respeto y no me tomara por boba.

―El jefe del servicio la atenderá enseguida. Lamentamos enormemente haberla avisado con tan poco tiempo. ―Volvió a deslumbrarme con aquellos dientes. ¿Dónde demonios se los habrían blanqueado?―. Sólo buscábamos efectividad. El aviso para usted llegó ayer a última hora y contactarla, ha sido una de las primeras gestiones de esta mañana.

―Bueno, no hace falta atosigar a las personas, estamos en España. ―El nórdico me miró sin comprender. ¿Acaso acababa yo de decir que en España no somos eficientes? Tosí con suavidad deseando que una goma invisible borrase mis últimas palabras―. Me gustaría que me ofreciese un café.

―Por descontado. ―Me mostró un asiento mullido con un gesto y se retiró de inmediato, presto a cumplir mi deseo. Aquello me hizo sentir mucho mejor. Otra vez, más señora.

Mas cuando lo vi aparecer de nuevo, recortado en el umbral de la puerta, no traía nada en la mano y recuperé el mal humor de golpe. Lo mantuve vivo y en ebullición hasta que se ofreció a acompañarme y me explicó amablemente.

―Ya la están esperando y su café está listo. Se lo haré llevar a la oficina del jefe del servicio.

Mantuve la boca cerrada para no decir ninguna inconveniencia de las mías. Lo cierto es que me hubiese encantado que aquel vikingo tremendo me invitase a cenar y me enloqueciera con el brillo irresistible de sus ojazos azules. Le allané el terreno atusándome coqueta la melena pero enseguida recordé (¡Oh, espanto!) que la visita a la peluquería, la tenía prevista para después del encuentro con Marina, de modo que por ahora, mis pelos campaban a sus anchas, después de una sudorosa y horripilante clase de Pilates y un masaje con pedruscos empapados en aceite.

DEL SUELO AL CIELODonde viven las historias. Descúbrelo ahora