la casa de la plaza

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Al regresar a Madrid, tenía siete mensajes de Marina en el contestador del móvil que llegaron a asustarme. La pequeña ONG no es de las que se hunden fácilmente en la  miseria y no tenía por costumbre lloriquear, aunque últimamente lo hiciera con alarmante habitualidad. Podía notarla estrangulándose en un pozo profundo y negro, el de la indigencia, asfixiada por sus deudas y barajando un orgullo tal, que le impedía aceptar dinero prestado. Ya se lo había ofrecido mil veces y mil una lo había rechazado. Aquello era inaceptable. No solo porque creo que las amigas están para ayudarse, sino porque prefería que cogiera el fajo y resolviera sus problemas, a tener que soportarla quejándose de un mundo siniestro, el de los pobres, que yo hacía tiempo había abandonado y al cual, por cierto, no tenía la menor intención de volver. 

Pero Marina era así. Anticuada y esclava de sus prejuicios. Si yo hubiera sucumbido a una manera de pensar similar, ni toda mi belleza física habría logrado sacarme del puto pueblo. Pero allí estaba, hecha un brazo de mar. Eso sí, acababa de cancelar la cita en el salón de belleza, por tomarme un café con la atribulada economista en paro. Con los años me estaba volviendo blanducha y condescendiente.

Y un carajo. Quiero a Marina como si fuese mi hermana pequeña.

Rumiaba soltarle una buena bronca que la espabilase, cuando la vi entrar, vestida de colores, como una muñeca de plástico demasiado crecidita. Despertó en mi interior el instinto maternal que jamás he tenido y dejé escapar un sentido suspiro. Sin saber por qué, me apeteció protegerla. Y mira que yo estoy hecha para acaparar protección, nunca para regalarla, pero vaya usted a preguntarle al subconsciente la razón de tanta tontería que ponemos en práctica desde la hora en que nos levantamos. Puede que fuera su vestimenta espantosa, ñoña de cabeza a rodillas con un twin-set beige y una faldita tableada del mismo tono. Quedaría en cursi la cosa, si no fuera por los pantalones de brocado verde pistacho que sobresalían por debajo de las tablas de la falda y los zapatones horribles, de payaso. También verdes.

Me levanté y la abracé, cosa impropia de mí. El inusual gesto bastó para que Marina se derrumbase.

―¿Pero qué te ocurre, alma de cántaro? Me has colapsado el contestador del móvil y el profesor de Pilates se ha vuelto loco… Bueno, no tiene importancia. Estaba de viaje. ―Saqué un clínex perfumado y se lo ofrecí. Marina se sonó la nariz estrepitosamente, tanto que yo miré alrededor avergonzada, rezando porque nadie hubiese escuchado su bramido de elefante―. He ido a ver a mi madre.

―¡Fe fonito…! ―musitó Marina entre hipidos.

―Ni bonito ni feo. Era necesario ―respondí con mi pragmatismo de siempre―. De cuando en cuando hay que ir a ver a los viejos aunque sean millonarios; a ver… ¿Tú cuánto hace que no te dejas caer por Albacete?

―¿Bromeas? No tengo fondos ni para el autobús. ―Se enjugó las lágrimas mientras yo atendía al camarero.

―Dos capuchinos, por favor. Y un par de cruasanes tostaditos.

―Enseguida señora.

¿He oído señora? Le lancé desde la mesa una mirada envenenada deseando que se diera de bruces con la bandeja bien cargada, sobre la espalda de algún comensal iracundo, que lo pusiera de vuelta y media en público y le reclamase la factura de la tintorería. Los imbéciles que se creen muy educados llamándote señora en lugar de señorita a partir de una cierta edad, me ponen de mal humor. Más aún, me arruinan el día. Por lo pronto, aquel listillo impertinente se quedaba sin propina y las que yo doy, suelen ser sustanciosas. ¡Al carajo!

―Eso no es problema, nena, ya sabes que yo te puedo ofrecer….

No me dejó terminar. Y es que Marina es mucha Marina, qué se le va a hacer.

―He trabajado toda mi vida y he llegado donde estoy sin ayuda de nadie. Ni mis padres movieron un dedo, me saqué la carrera trabajando y a base de matrículas de honor.

―Hija, con eso no se come ―interrumpí con acento rancio.

―Puede, pero me hace sentirme orgullosa de mí misma, que ya es bastante. ―Yo levanté las cejas por respuesta. Seguía al camarero ofensor de modo obsesivo, en la distancia, viéndolo corretear entre las mesas. Que se hocique, que se hocique…

―Si tú lo dices…Tampoco veo que hayas llegado muy lejos, la verdad.

―Lo digo. Y lo mantengo. Es sólo que estoy pasando por una coyuntura difícil, a cualquiera puede pasarle que pierda el trabajo… ¿No? ―preguntó para sentirse apoyada. Yo asentí distraída.

―¿No será que estás aferrándote a una vida que no funciona? ―La tuve que aguantar negando otra vez. Tan convencida, oye. Pues me rendí―. ¿Te importa que nos tomemos el café en tu casa, nena? Ese camarero torpe me está poniendo de los nervios.

Por tratar de enloquecerlo con mi mirada, me perdí la mueca de desconsuelo en la cara de Marina.

―Es que no me queda café…

Esa frase sí que atrajo mi atención. Había mucho más escondido debajo y por más que mi amiga se obstinase en ocultarlo, yo lo sabía de sobras.

DEL SUELO AL CIELODonde viven las historias. Descúbrelo ahora