CAPÍTULO II: Diablo

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JEAN


Soy el diablo.

Soy más pecador que la inocente que mira a través de la ventana, cubriéndose con las persianas para no ser descubierta. Soy un pecador consciente. Cree que soy bueno, en realidad, no está equivocada. Tan malo no soy, al menos, a la vista de los demás.

La chica del cabello rizado y piel oscura es un misterio para mí, porque solo he sido capaz de verla cuando cruza la puerta de acceso a la casa. He salido con chicas que no buscan compromiso. Imagino que por mi apariencia, edad y estatus creen que también busco lo mismo. Y ahora, estoy a unos meses de terminar con esa vida para ser alguien quién no soy.

Subo las escaleras para abrir la puerta de mi apartamento. Noto que hay silencio, los chicos aún no llegan. Paso por la sala de estar para ir a mi cuarto. La maleta con mis pertenencias me resulta pesada después de varias horas de viaje. Un traslado de Quito a Guayaquil resulta nada si es por avión, pero por bus es algo que no recomiendo a nadie. Y esta vez, he probado lo segundo y ha sido un tormento por las primeras lluvias que dan aviso que empezamos el invierno.

Me lanzo sobre mi cama que la siento calurosa lo cual me motiva a darme un baño. Algo desconcertante de esta ciudad es que puede ser invierno, pero por el día puede hacer un sol ardiente como si estuviéramos en pleno verano. Me despojo de mi chaqueta cuando mi celular suena. Echo un vistazo para ver de quién se trata.

Mi hermano.

—¿Por qué demoras en contestar? —Se adelanta en decir.

Es un reclamo que me tiene sin cuidado. Por mi rostro desfilan gotas de sudor como si acabara de salir de un duchazo.

—Recién acabo de llegar al apartamento —respondo, con tranquilidad.

—No te olvides que debes empezar a prepararte para el camino que estás pronto por emprender.

No es necesario que me lo recuerde, pero ahí está atormentando mis días como siempre. Él sigue su camino como sacerdote y ahora que mi padre ha muerto debo seguirlo también. Si este es el final, dejaré mis demonios salir antes de que sean expropiados y eliminados de mí.

Adiós. —Cuelgo.

Entre la templanza que acompaña mi fortaleza dejo a rienda suelta mis instintos. Llamo a Laura para pactar un encuentro. Me niego a encerrarme entre cuatros paredes para meditar sobre las palabras de un texto que me muestra que mis acciones no son bien vistas ante una figura de divinidad. Dejo mi piel expuesta para mi aseo matutino.

Una vez en el interior del baño tomo la ducha. Cada gota que limpia mi cuerpo resulta refrescante y reconfortante. Cierro mis párpados para escuchar el sonido que hace el agua al estrellarse en lo firme.

Danna, ese es su nombre.

Se me hace imposible acercarme a ella. Parece ser la chica que quiere una relación seria y no busca algo sin compromiso. Me gustaría conocerla, pero no estoy en la posibilidad de ofrecerle lo que desea.

¡Maldita promesa!

Me las arreglo para vestirme y salir del apartamento, justo cuando bajo las escaleras la mirada de Danna se cruza con la mía. Está por ingresar a su apartamento. Niego con la cabeza como un reflejo a las palabras de un "tú y yo" es un imposible. Desvío mi atención al frente y sigo mi camino.

El ruido sonoro de los carros circulando las calles fastidian mi tranquilidad. Aquello se convierta en una segunda distracción cuando la vecina robusta y de particulares lentes circulares saluda con unos buenos días. La "sapa del barrio" le dicen, no descarto eso, porque está atenta de quién ingresa a las casas. Me imagino que debe tener estudiado quienes viven en cada cuadra.

Sigo mi rumbo para salir a la calle principal y coger un taxi. Quien diría que vendría a vivir a un sector popular. Mi madre me había apartado un departamento en una urbanización privada, pero no lo había aceptado debido a que empezaría a ser independiente; eso ya hace un año.

Veo a Mario, uno de los compañeros del apartamento, con su maleta de viaje que viene cerca de un local de dispensador de gas doméstico. Ha decido regresar temprano como lo he hecho. Él está consciente de que la mayoría de los ecuatorianos solemos optar por regresar de un feriado en las últimas horas de que este termine. Y eso significa carreteras colapsadas y tráfico que causan molestias como retrasos.

—Hola, Jean. —Se detiene al estar a unos pasos cerca de mí.

Su apodo es "pitufo" por su estatura. Eso sería una desventaja al conquistar chicas, pero mi pana ha logrado equilibrar eso con su sonrisa y simpatía. Lo último es algo de lo que carezco por mi actitud reservada y distante ante las personas desconocidas.

—Voy tarde a una cita —me excuso.

Entiende mi señal y asiente. Pasamos ambos de largo el uno del otro en direcciones opuestas. Cruzo la primera calle principal pasando por un parque municipal. Veo que se acerca un taxi, justo cuando la luz del semáforo se pone en rojo, cruzo y lo tomo, indicándole al chofer la dirección. Se avispa. Ve que es en una zona privada. Eso hace que la carrera me salga más cara del precio base que se cobra por un trayecto similar.

Durante el camino no hago otra cosa que mirar a cada persona que está por las calles, preguntándome qué vida tendrán ellos, de qué deben preocuparse o cuáles son sus sueños.

—Llegamos, joven —anuncia el taxista.

Saco de mi billetera el dinero que acordamos y le pago, mientras logro salir del taxi. Me acerco para tocar el timbre de la casa que ocupa como una cuadra. Y enseguida mi celular suena.

Es Laura quien llama.

—¿Estás en la entrada? —pregunta.

—Sí.

Cuelga.

La puerta negra junto a la del garaje se abre. Está Laura frente a mí con un traje de dos piezas de lencería color vino de encaje. Su estilizada figura es gracias al gimnasio donde nos hemos conocido. Su cabellera negra lacia que desborda hasta su cintura resulta seductora.

Es mi primera vez —dice, con sensualidad, llevándose un dedo a su boca con el que acaricia sus labios con la finalidad de morderlo.

Alzo una ceja.

—Me refiero al sexo mañanero —comunica, antes de decirle algo.

Sin embargo, estoy sin ganas de avivar una conversación. Así que, ingreso cerrando la puerta detrás de mí para tomarla a ella por la cintura y alzarla para que aprisione mis caderas con sus piernas.

—¡Qué salvaje! —exclama, con total excitación.

Intenta besarme, pero aparto mi rostro para darle mi cuello. Esta vez no quiero besos, simplemente hundirme dentro de ella como un animal salvaje sin control. Un buen hombre sabe que los besos implican una intimidad más profunda y cegadora. Aquello se puede confundir con una conexión de amor, y esto es solo sexo.


Mientras tú me miras ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora