Melody me miraba con una expresión severa. Sabía qué quería decir esa mirada. Que ya era hora.

—¿Y entonces? ¿Cómo sigue esto? —preguntó mamá.

Papá no contestó. Meneaba la cabeza y nos contemplaba como si fuéramos desconocidos.

—Para que tenga una vida cómoda junto a su marido y sus hijos —repitió, sin poderlo creer.

—Papá —exclamé por encima del tenso silencio de la sala. Él levantó la vista como si de repente hubiera recordado que yo estaba allí—. Soy gay.

Me devolvió la mirada. Frunció las cejas y luego dejó escapar una débil risita nerviosa.

—¿Querés que digamos que sos... para que no...?

—No —interrumpí—. Soy gay. Y el abuelo lo sabía. —Y a pesar de que su rostro había pasado de la confusión al horror, seguí sosteniéndole la mirada—. Él lo sabía y escribió eso porque sabía que me voy a casar con un hombre. —Más horror—. Porque ya es legal. Sabías, ¿no?

Mi papá abrió, la boca, la cerró, la volvió a abrir.

—Yo sabía —dijo mi mamá—. Se aprobó en...

—¡Callate, Verónica! —vociferó mi papá y vi, por el rabillo del ojo, a mi mamá dar un respingo sobresaltado—. Callate, Verónica —repitió, bajando la voz, como disculpándose—. Callate...

Nos quedamos en silencio. Mi hermana me miraba y advertí que se estaba aguantando la risa. Crucé la pierna derecha sobre la izquierda y apoyé las manos en la rodilla. Mi padre se burlaba de cualquier hombre que se sentara de esa forma tan poco masculina.

—Pero, ¿no te das cuenta, papá? ¡Darío ya no va a poder revocar el testamento! —dijo mi hermana.

—¿Era necesario? —susurró él con un hilo de voz—. ¿Era necesario que me avergonzaran así? ¿Y ahora cómo les digo esto?

—Si querés se lo digo yo. —Saqué el celular del bolsillo del jean—. En serio, no tengo problema. A mí no me da vergüenza ser gay. Lo que me da vergüenza es que a vos te dé vergüenza.

Y abandoné la reunión. Subí las escaleras corriendo y me encerré en mi habitación. Sultán estaba ahí, arriba de mi cama. Y cuando me acosté, apoyó la cabeza en mi pecho. Comenzaba a caerme mejor ese perro inmundo.

Listo, ya estaba hecho. Me había sacado un peso de encima. No dejaba de escuchar en mi cabeza las palabras del testamento de mi abuelo. Las oía como si él mismo me las estuviera susurrando al oído. Para que tenga una vida cómoda junto a su marido y sus hijos.

Me cubrí el rostro con las manos. Tibias lágrimas me mojaron las mejillas, el cuello. Acababa de salir del armario. Y había sido tan horroroso como lo había imaginado todos aquellos años. La mirada de decepción de mi padre. Sus palabras, que me echaban la culpa de algo que no era mi culpa. Como si tuviera sentido echar culpas por algo así. Qué medieval, esa situación.

¡Su marido...!

El abuelo había aceptado que me casaría con un hombre. Ya sabía lo que le pediría al genio de la lámpara. Revivir a mi abuelo el día de mi casamiento. Al menos por un ratito. Me tragué los mocos. Más que una lámpara mágica, tendría que recolectar las esferas del dragón. Me reí; mi risa se mezcló con mi llanto.

¡...Y sus hijos!

Mis hijos. ¿Dónde estaban mis hijos? ¿Estaban sus almas flotando en algún limbo, esperando el llamado del mundo?

Sultán me lamió la cara y lo abracé, pidiéndole perdón por todas las veces que le había gritado por portarse mal. Me miró con sus tiernos ojos negros y hasta me sentí mejor.

Mi cielo al revés (terminada)Where stories live. Discover now