Capítulo nueve

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Mi abuelo había dejado un testamento holográfico. El más sencillo de realizar. Me lo imaginaba sentado a la mesa de la sala de su departamento, escribiendo, repartiendo sus bienes entre sus herederos obligatorios. Obviamente, nada más lejos de la realidad. Estaba seguro de que había recibido algún tipo de colaboración o asesoramiento profesional.

Un par de semanas después, cuando dejaron de llamarnos a cada rato para darnos el pésame, cuando ya no se podía retrasar más lo inevitable, mi papá nos reunió una tarde de viernes en la sala de casa.

En realidad fue una reunión inesperada.

—Abajo —dijo con el rostro tenso, asomándose hacia mi habitación.

Ni siquiera se había sacado el sobretodo. Cerré el libro, preguntándome qué habría pasado. Por las caras de mi mamá y Melody, que ya estaban sentadas en la sala, ellas tampoco sabían nada. Papá se pasó las manos por el pelo y decidió soltarlo de una vez, sin preámbulos:

—Darío va a revocar el testamento del abuelo.

Nos quedamos callados, sin saber qué decir. Ni siquiera yo sabía cómo había repartido sus bienes el abuelo. ¿Acaso no le había dejado nada a Darío? No, recordé. Eso no era legal en Argentina. En nuestro país, a diferencia de Estados Unidos, no tienen lugar esas escenas cinematográficas en las que una persona fallecida le deja todo su dinero a un desconocido, para la indignación de su familia. El testador solo puede dejarle un tercio de sus bienes a una persona que no sea de su familia. Los herederos son obligatorios.

Por fin, mamá reaccionó:

—¿Pero por qué? ¿Hay algún problema con la letra o la fecha? ¿Sospechan que no lo escribió él?

Mi papá por fin se sacó el sobretodo y lo arrojó sobre un sillón. Pero no se sentó. Siguió parado, caminando de un lado a otro como un canario encerrado.

—Van a alegar demencia senil.

—¿Qué? —exclamamos todos.

—¡Si el abuelo estaba rebién! —gritó Melody, indignadísima.

—¿Cómo van a probar eso? —dije yo y por primera vez mi papá me miró.

Tragué saliva. El viejo estaba furioso.

—Nos dejó a nosotros la chacra de Córdoba...

—¡No importa lo que nos dejó! —gritó Melody, de nuevo—. ¿¡Por qué quieren hacer eso?!

Mi papá apoyó las manos en la cintura, echó la cabeza hacia atrás y exhaló un profundo suspiro.

—Lo leí tantas veces que me lo sé de memoria —dijo—. A mi nieto Maximiliano Del Ponte, le dejo mi departamento de la calle Cullen al 3514, mi auto con patente ILT 458 y la suma de setenta mil dólares para que, llegado el día, tenga una vida cómoda junto a su marido y sus hijos.

Se me cayó el alma al suelo. Ahí estaba mi alma, entre las patas de la mesita ratona. Se me escapaba... y yo estaba quieto, paralizado. Alguien, agárrela, ¡se me escapa el alma!

—¿Escucharon? ¡Su marido! ¡Hablaba de Maximiliano y escribió su marido! ¡No sabía qué carajo estaba escribiendo!

Por fin, mi papá se dejó caer en un sillón.

—¿Cómo puede ser que Hernández no le avisó lo que había escrito?

—No sabía que el abuelo estuviera tan mal... —susurró mamá y, por algún motivo, no lo dijo con tristeza. Me miró. Y en sus ojos castaños había sospecha.

Mi cielo al revés (terminada)Where stories live. Discover now