CAPÍTULO 20: CORAZONES ROTOS

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—Tenemos que hablar. Ve a abrigarte, te espero —fue lo único que dijo antes de girarse y digiriese con pereza al auto.

Para Reece Wood, las cosas eran un tanto diferentes. Mientras la observaba alejarse de él, la contemplaba con los pensamientos gritándole internamente, algo en su corazón derritiéndose de una manera bastante extraña. Decir que le fascinaba era poco. Verla sentada bajo la escasa iluminación de aquella habitación, la cabeza gacha y escondida en la almohada mientras claros mechones le caían con suavidad sobre la frente, hacía que su corazón frenara y palpitara violento contra su pecho.

Vaya, cómo le gustaba.

Amaba ver esa casi imperceptible sonrisa en sus delgados y rosados labios. Era como una calmante inyectado en sus venas cuando aquellos preciosos ojos verdes se alzaban con inocencia en demasía hacia él. Su cuerpo vibrada de tranquilidad absoluta con tenerla tan cerca. Cada vez que la miraba, cuando la veía apenas sonreír o la besaba sentía estar tocar el cielo. Era aquello tan precioso y pacífico que necesitaba en su vida. Aquello que lo había envuelto para nunca dejarlo ir. Se había encaprichado hasta lo más profundo de ella, quería con cada detalle y defecto, con todas sus miradas y cada centímetro de su piel.

Y ahora Reece no sabía qué hacer con ella. Tenía que dejarle en claro que entre ellos no había ninguna relación y que, si todo salía bien, le diría alguna típica tontería sobre que no quería perder su preciada amistad. De ser así incluso podría obtener alguna ventaja del asunto. Tardó horas en convencerse de lo que debía hacer. Entonces, a la mañana siguiente, fue a su casa y mentalizó que no debía ser tan duro con ella. Es decir, Reece no quería ataduras de ninguna clase y eso implicaba no tener relaciones serias con nadie. Pero tampoco sentía correcto tratarla como a una más de las chicas que habían pasado por él, aunque fuese la dura verdad.

—Bueno, hablemos —dijo ella al regresar, sentada a su lado y siempre con una pequeña sonrisa en los labios—. Reece, estaba algo...

—Amy, eres una buena amiga para mí y no quisiera perder tu amistad por una estupidez —Le cortó bruscamente—. La pasamos siempre muy bien y no quisiera que eso cambie por lo que sucedió una noche. Estuvo muy bien pero simplemente no es lo correcto, eres importante para mí, ¿sabes? Sólo... —suspiró y volvió a hablar—. Somos muy jóvenes para atarnos a una persona, quiero aún vivir y conocer a otras, sabes a qué... me refiero. Eres muy dulce y tú mereces a alguien más, yo solo soy tu amigo y nada más.

La vio parpadear repetidas veces como sí acabase de golpearla en todo él rostro pero no se inmutó, por mucho que por dentro deseara huir lejos y evitar aquello que jamás debió suceder. La sonrisa que ella traía se borró y una mueca de tristeza, apenas perceptible, cruzó ante ella. Lucía tan decepcionada que por un instante se sintió culpable.

—Yo... —murmuró avergonzada—. Supongo que... Si eso quieres, nosotros solo seremos amigos. Y nada más.

Reece sonrió demasiado contento por aquella respuesta. Pero ella lucía tan decaída que muy tarde notó que sin decir nada más estaba regresando a su casa. La tomó de la mano y la abrazó de manera tan repentina que ella soltó un grito de sorpresa.

—Sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. Si necesitas algo o te preocupa algo solo debes decírmelo. ¿Lo sabes, verdad, Amy?

Ella asintió contra su pecho y, con las manos en sus hombros, se alejó lo suficiente de él.

—Debo regresar a casa. Adiós, Reece.

Reece había estado tan desesperado en desprenderse de ella y dejarle en claro la situación entre ambos que no había advertido los daños que podía causar en Amy. Ni siquiera había sopesado la idea de perderla para siempre en el proceso.

Su dulce debilidad ©Where stories live. Discover now