El tapado de la carnicera

Start from the beginning
                                    

Y ni siquiera por ese lado su marido era gran cosa. Al principio más o menos, pero ahora: un polvo mal echado cada diez días y chau. No quería pensar porque se amargaba. Menos mal que su suegro tenía un campito. Apenas murió, se hizo la sucesión; se dividió la plata entre la viuda y los dos hijos, así ellos pudieron hacerse la casa. Pero su marido, trabajar en serio ¡Ni soñando! No quería ni pensar que hubieran hecho sin la costura. ¡El señor va a cazar! Como si la vida se resolviera con una libre y dos perdices cada tanto… Y usar la piel para adornar los puños y el cuello, hay que saber curtirla, sino, ¡quién aguanta el olor! Y ni siquiera con el hijo había tenido suerte. Un chico atolondrado que todos agarraban para el churrete. No se cansaría nunca de agradecerle a la viuda Manchú, la estrambótica telefonista del pueblo, que lo había ocupado para hacer los mandados. No quería ni pensar los desastres que haría ese atolondrado. ¡Qué vida de mierda!

Cuando la señora Fernández se había levantado para prender el brasero, el señor Andreani (que vivía dos casas más adelante, o más atrás, según de dónde se mire), de años cuarenta y ocho, ocupación carnicero y carácter resignado, ya había vuelto del matadero con el camioncito lleno. Le gustaba esa hora del día, o mejor dicho de la noche, ya que en ese período del año, martes 24 de agosto para ser exactos, todavía estaba oscuro. Le gustaba ese silencio pleno de libertad. Su mujer y su hija dormían. No es que no quisiera a su mujer o no adorase a su Gordi, se moriría sin ellas, pero ése era un momento sólo suyo. Así de simple. Se calentaba el agua para los mates (antes de ir al matadero se tomaba dos o tres a los apurones, más que nada para despertarse), después empezaba a descargar el camioncito. Colgaba sólo la carne que le habría servido para la mañana, el resto lo metía en la heladera a hielo. Después se prendía un pucho y encendía la radio, que tenía siempre sintonizada en esa estación que pasaba los tangos de Carlos Gardel. Había gastado un dineral para comprarse un molinillo Wincharger, pero ahora tenía siempre el acumulador cargado y podía escuchar los tangos de Gardel.

¡Carlitos! Parecía ayer, pero ya habían pasado ocho años de su muerte. Cada vez que se acordaba le daban ganas de llorar. Se puso a tararear, nostálgico, la música de la radio:

Mentiras, mentiras, yo quise decirle, las horas que pasan ya no vuelven más. Y así mi cariño al tuyo enlazado es sólo un fantasma del viejo pasado que ya no se puede resucitar.

Ese momento mágico terminaba a las siete menos diez, cuando tenía que llevarle el desayuno a su mujer. A la cama. No es que no le gustara, pero menos que antes. Además ya estaba acostumbrado, y, la verdad, no le quedaba otra. Nunca lo había dicho a nadie, pero a su mujer le tenía un poco de miedo. Tal vez porque era maestra… Vaya a saber. Su mujer había cambiado mucho, sobre todo de físico, porque el carácter era siempre el mismo: de mierda. Sólo que no lo había hecho ver hasta la salida de la iglesia. Pero bastaba darle siempre la razón. Cualquier cosa antes que discutir, a él no le gustaba discutir. Aparte, y eso lo llenaba de orgullo, su mujer era una persona instruida. Excluyendo los libros de historia antigua del finado Paganini, el padre de la dueña de la mercería, su mujer era la única en el pueblo que tenía una biblioteca con ochenta y dos libros; o volúmenes, como decía ella. Y en primera fila se podía apreciar El Tesoro de la Juventud. Esos veinte volúmenes con las tapas bordó y las letras doradas daban, verdaderamente, muy buena impresión. Se lo había comprado a ese viajante que pasaba todos los años. Para la Gordi. Lástima que la Gordi ni siquiera había abierto un volumen. Él le daba una ojeada los domingos, cuando llovía. Cuando llueve el pueblo se vuelve una laguna. Ni siquiera se puede salir a dar una vuelta a la manzana. Después de comer iba al living y sacaba un volumen cualquiera.

Lo que más le gustaba era la sección llamada 'El libro de los Porqué'. '¿Por qué no canta la gallina como el gallo?', '¿Por qué no se mojan los patos?', '¿Por qué no se mezcla el agua con el aceite?'. ¡Una hermosura! Lástima que la Gordi no lo hubiera abierto nunca... Su hija no era muy linda. Había salido al abuelo materno... Y su suegro era fulero, pero fulero en serio. No, la Gordi no era linda, tal vez por eso la quería tanto. Su mujer, más que nada era gorda, pero de joven no había sido fea. No sabría decir si la había querido. Había hecho todo ella. En esa época estudiaba de maestra en P. Él era sólo el peón en la carnicería del padre. Nunca hubiera imaginado que una mujer de su nivel hubiese podido fijarse en un tipo como él. Después se habían casado... El mal carácter: o lo había tenido siempre, o se le había arruinado de golpe. En vez a engordar, había empezado de a poco. ''Culpa de oler la carne día y noche'', decía siempre; que si se hubiera casado con otro, seguiría siendo flaca. La verdad, flaca flaca, él no la había visto nunca. Aparte, la casa no estaba pegada a la carnicería, y después de todo, la hija del carnicero era ella. Pero él la dejaba hablar. No le gustaba discutir. A lo mejor era cierto que oler la carne hace engordar, pero en el libro de los porqué, la pregunta: '¿Por qué engordamos cuando olemos la carne?', no estaba. La llegada del peón lo hizo volver a la realidad. No le gustaba ese tipo. El peón que tenía antes estaba haciendo el servicio militar. Marina. No podía estar dos años sin ayudante. Había ocupado el único pasable. Los criollos, a él no le gustaba decir negros, no tenían ganas de trabajar. Apenas agarraban unos pesos se iban al boliche y faltaban todos los lunes. Éste no era criollo, pero tampoco le gustaba. Demasiado vivo. Muy lindo muchacho, pero demasiado vivo. Encima lo había visto hablar con la Gordi. Eso tampoco le había gustado. “Buen día, don Andreani”. “Hola, Miguel Ángel. Te dejé todo listo. Voy a despertar a mi mujer”.

El tapado de la carniceraWhere stories live. Discover now