Dieciséis

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Gotas de sudor resbalaban por su frente mientras golpeaba sin descanso ni compasión el saco de boxeo. A su derecha, José observaba preocupado a su amigo. Desde hacía ya cinco horas, Sergio no había cesado su duro entrenamiento. Él había llegado enfadado, echando humo por las orejas y lanzando dagas con la mirada. Todo aquel que había osado a hablarle había quedado inconsciente en el suelo del gimnasio.

Y era por esto por lo que José no se atrevía a decir nada.

Él consideraba a Sergio más que un líder. Para José, él era un amigo verdadero en el que siempre podría confiar. Sin embargo, con el paso de los años había aprendido que a veces era mejor callar que intentar ayudar.

Así, mientras observaba fascinado cómo los músculos de aquel hombre se contraían con cada golpe, recordó las innumerables ocasiones en las que Sergio había sufrido, como ya lo denominan los chicos, una "embolia satánica". José sonrío y negó frente a sus pensamientos.

La primera vez que la banda había presenciado aquel ataque de furia y descontrol fue poco después de la llegada de Sergio a la ciudad. Su tío, como el hombre con pocas luces que era, golpeó a su sobrino hasta dejarlo casi inconsciente sangrando en el sucio suelo del bar. Sin embargo, aquello no fue lo que desencadenó la ira de aquel joven de quince años. No, su tío había insultado a su madre. Así fue como en menos de un segundo, Sergio había acorralado y casi asfixiado a Leo contra la pared, frente a todos los miembros del club.

Aquel fue el inicio de una guerra que acabaría tres años después, con la extraña e inesperada muerte de Leo y el coronamiento como líder de Sergio.

—¿No crees que ya es suficiente? —preguntó José al ver las vendas de sus manos cubiertas de sangre.

Sin mirarlo, Sergio negó y siguió golpeando el saco; visualizando en él a su enemigo; descargando su frustración bajo la gruesa tela. De repente, un cuerpo casi tan grande y fuerte como el saco frenó el balanceo frenético y descompasado de su blanco.

—Golpéame —dijo de nuevo José.

Sus ojos oscuros, casi tan negros como la noche, encontraron la mirada pérdida en el dolor de Sergio. Porque siempre era igual. Detrás de toda aquella coraza de sentimientos fríos y emociones escondidas, se encontraba el mismo chico de quince años que una vez se enfrentó a su tío. Que por primera vez decidió rebelarse contra lo establecido.

—Sabes que no puedo.

Abatido, se quitó las vendas ensangrentadas de sus manos y las arrojó al suelo. Entonces, sin importarle el temblor de estas ni el dolor de sus nudillos, llevo ambas manos a sus mechones oscuros y tiró de ellos como tantas veces había hecho. Después, miró a José y negó, sintiéndose solo, inútil y derrotado. Él lo miró y, como siempre hacía cuando todo parecía ir mal, se acercó a él y lo abrazó con fuerza. José era el único con aquel derecho. Tan solo su amigo podía acercarse de aquella forma y tocarlo sin ser golpeado; sin que Sergio sintiese nauseas. Tan solo él y su ángel.

José se separó de él tras algunos minutos, a sabiendas de que aquel abrazo no era remedio suficiente para sanar a un hombre roto y sin esperanza. Y es que Sergio sentía cómo el aire pesaba sobre sus hombros. El remordimiento cavaba más profundo en su corazón y la melancolía se instalaba a su alma, un alma tan manchada como sus manos lo estaban de sangre. Aquella situación lo superaba y el saber que poco a poco la perdía dolía. Dolía demasiado.

IGNISWhere stories live. Discover now