3 - Memoria

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Raúl estaba en el supermercado, frente a una góndola llena de productos. Las marcas le daban igual, no podía elegir. Los más baratos. «Si pudiera, aunque sea por un día, comprar eso que lo hiciera feliz a Isma. Correría a casa y le diría, hoy cenamos como reyes, acá, en casa, ¡como reyes! Papá lo logró... Hablaríamos, tal vez», pensó.

Agarró una lata de salsa de tomates. Buscaba la fecha de vencimiento, y leía en el dorso: la historia sobre la fundación de la empresa, la típica frase "con extractos naturales" y los valores calóricos. Poco le interesaban. La encontró, escrita en pequeñas letras, debajo de un código de barras. Faltaban dos meses para que venza. Vio el precio, anotado en un cartelito amarillo. Aumentó. Lo puso en su canasto.

Antes de irrumpir a la cajera, agarró un pack de Quilmes.

Pagó.

A pocas calles, el hogar.

—¡Cuánta tarde hubo! Supongo que fue linda, de esas que son de fotografía. Pero, la perdí al saludar a cada piba que entraba al local, mirando como ellas iban de mostrador en mostrador y agarraban cualquier ropa. A veces, se me complica controlar que no se roben nada es que entran en manada, están re piradas. Pero, la tarde. Antes, podía tomar mates y pasarme el rato viéndola, desde el patiecito de casa, con las pantuflas puestas ¡tan lindo! Analía al lado, mi vida entera, ella también con pantuflas. Rosas. ¡Cuánta Analía hubo alguna vez!

Caminó hacia la cocina, sólo guardó las cervezas dentro de la heladera. Una música provenía del cuarto de su hijo. Cerró los ojos y se desabotonó la camisa. Primero los puños, luego de arriba a abajo. Se acostó en la cama. La imaginaba a Analía, frente suyo. Se acercaba, con la boca y, a cada instante, la llenaba de detalles y lograba que viviese fuera de su memoria. Le parecía tan real. Ella estiraba los brazos, sonreía. Terminó hundiendo la cara en la almohada. Un pensamiento lo irrumpió, debía preparar la comida. Se puso una remera y un pantalón corto.

Dos platos de fideos en la mesa. Raúl hundía el tenedor dentro de los largos hilos y lo giraba, formando una gran pelota. Sin masticar, ahogaba su garganta en cerveza. Ismael prefería perderse en la salsa roja.

«Quisiera decirte algo, cualquier cosa, no sé. Apenas comés, ¿qué te pasa? Cuando me fui, estabas nervioso. Hoy, fue tu primer día. Me sentaría al lado tuyo, diciéndote tantas cosas, de esas que no tienen sentido y causan gracia. Pero ¿por qué me da vergüenza hablarte?», pensó.

—Terminé —exclamó Ismael.

—No comiste nada, te preparé una comidita rica.

—Paso.

—Que contestación de mierda, pibe.

—Viste.

—¡Siempre lo mismo con vos! Cocinó al pedo. ¿Sabés qué?

—¿Qué me vas a decir? —preguntó Ismael.

—...

—Gracias por preguntar cómo me fue.

—¿A dónde vas?

—¿Qué te importa?

—¡Será de Dios! —gritó Raúl. Golpeó la mesa.

—Estas enfermo, quedate solo.

—Tiré todo, mirá el quilombo que hice.

Ismael se encerró en su cuarto. Raúl agarró un trapo amarillo de la cocina. Limpiaba el piso y de a poco, se rendía ante el cansancio.

El alcohol, de nuevo. Descubrió, escondido en el fondo de una caja, entre los álbumes de fotos, un radiograbador. Lo sacó.

Otra vez, el rostro de Analía en su hombro. Deambulaban por esas calles infinitas, bajo la misma noche que cierta vez los abrigó. «Mi amor, ya está. Admití que no sabes dónde estamos», decía Analía. Raúl se alejaba y buscaba esos carteles pegados en las esquinas. Ella, se agarraba a un poste de luz y comenzaba a dar vueltas; ciertos cabellos rubios se elevaban. «¿Qué importa si estamos perdidos? La estoy pasando muy bien», exclamaba Analía. «¡No vamos a llegar al recital! Encima a esta hora de la noche, no pasa nadie. ¿A quién le pregunto? ¿Al aire? ¡Será posible!», «Vení». Raúl obedeció. Ella sin apartar la vista, esperaba el momento exacto, la mano de hombre sola en el aire. La sujetó y la puso en el poste. Reanudaba los giros. Él la seguía. Parecían dos niños que jugaban a encontrarse, en esas risas y mareos, cantando las canciones de aquel artista que jamás llegarían a ver.

Raúl se detuvo, ansiaba encontrar los labios. Falló. Intentó por el lado contrario, nada. Comprendió que le quedaba un último intento. Debía amagar. Iría por el lado derecho y cuando ella llegase al lado contrario, él lo sabría y rápido, movería la cara, logrando besarla.

Analía, esperaba. Raúl se preguntaba por qué aún estaba ahí, inmóvil. Ella sonrió y, sin darle tiempo a que realizara su plan, escapó.

Pasaban por las esquinas, y juntos se perdían en el silencio de un cielo apagado. Analía paró en la entrada de un local, intentaba recuperar el aire. «¡Te gané!», exclamaba Raúl, la abrazaba y le besaba la mejilla. «¿Y este lugar? Salón Vintage, feria americana, open 24 horas», leía un cartel con miles de colores, pegado en la ventana.

Ingresaron. Un par de mesas llenas de ropa. Analía lo detenía, agarraba una remera, y la apoyaba sobre su cuerpo. «¿Te gusta?», preguntaba y, esperaba al sí que la hiciera sentirse bella. Raúl reía, mostrando todos los dientes.

Pegados en la pared, unos discos de vinilo repletos de frases en aerosol. Abajo, Analía sentada en el suelo, se perdía entre una pila de zapatos usados. Los escudriñaba y tiraba a un costado. «¡Mi amor! ¡Vení, rápido! Mirá lo que encontré», gritaba Analía. «¿Qué es?». «Esto nos va a hacer muy felices», decía Analía y le mostraba un radiograbador y varios cassettes. «¡Mi favorito!», limpiaba la tapa repleta de polvo y se lo daba. Era Romance de Luis Miguel.

Encendió el radiograbador. El último sorbo de cerveza. La tercera. Fría. La dejó arriba del vajillero. Metió el cassette que Analía había descubierto en Salón Vintage y, lo rebobinó hasta encontrar aquella canción. Le dolía la cabeza. Un pequeño mareo lo dominó. La imaginaba frente suyo, rodeándole los hombros. La agarraba de la cintura. El violín desnudaba el comienzo de un recuerdo, las noches de baile tras terminar de leerle el mismo cuento a Ismael. La luz apagada. «Al oído, al oído mi amor. Decime..., al oído», exclamaba Analía. Él prefería cantarle: «No existe un momento del día en que pueda apartarme de ti. El mundo parece distinto cuando no estás junto a mí». «Sos tan lindo, nunca me dejes de cantar. Un pequeño recital sólo para mí. Increíble», se erguía. Raúl le acariciaba la mejilla. Analía torcía el rostro y, aprisionaba la mano entre su cabeza y el hombro. La soltaba. Sentía como unos dedos acomodaban algunos de sus cabellos sueltos tras la oreja.

Se buscaban con los labios y cerraban los ojos, tal vez por costumbre o para dibujar en la memoria el encuentro, el roce contra la boca amada.

—Tantas noches..., noches que jamás regresaran.

El cassette continuó sonando.

Cantaba a gritos y poco, le importaba el dormir de Ismael. El llanto recorría las mejillas. Continuó hasta que apareció la madrugada y el sueño lo invadió.

Otro desayuno.

Café.

El cuchillo atrapado en las profundidades de un pote de queso.

Ismael mordió una tostada. Masticaba con fuerza. Raúl terminó de cambiarse. Se abotonó los puños de la misma camisa blanca de siempre. Apenas lo vio. Tenía vergüenza. «Seguro que escuchó todo. ¿Cuántas veces me paso? Ni bien me despierto, tiro el recuerdo, las birras en una bolsa de nylon. ¡Esta resaca de mierda! Me duele hasta pensar».

—Chau, cerrá bien la puerta cuando te vayas —dijo Raúl. Agarró las llaves y dio un portazo. Ismael continuaba perdido en la tostada que comía.

Las miguitas se desprendían lento, sin ser advertidas.

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