Capítulo 5

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Un molesto dolor en la espalda fue lo primero que sintió al despertar.

—Pero ¿qué coño...? —acertó a decir en alto.

Carlos seguía en el refugio, tumbado en el marco de la puerta, con medio cuerpo fuera y otro medio dentro. El Sol hacía rato que había hecho acto de presencia, aunque, afortunadamente, no parecía que hubiera ningún excursionista todavía por los alrededores. Carlos se incorporó con un quejido molesto. Al hacerlo, se giró y vio, bajo su espalda, una piedra más o menos del tamaño de su puño sobresaliendo del suelo.

"Así que has sido tú la responsable de esta horrible sesión de shiatsu", pensó. Estaba confuso y un tanto desorientado. Le dolía la cabeza y no recordaba muy bien lo que había pasado y por qué se había desmayado de esa manera. Abrió la cortina del refugio en busca de sus cosas y entonces lo vio claro. La frase le vino de repente, como una borrachera tras tres malos chupitos de alcohol: "Todos llevamos un demonio en el interior". Esa maldita frase. Era a por lo que había venido. Su pista, aunque no le encontraba sentido.

Volvió a mirar a la pared. Allí no había más que piedra desnuda e inocente. Estuvo tentado de volver a alumbrar con la linterna, pero había demasiada claridad. Decidió volver a la comisaría. Seguramente Marcos estaría preguntándose dónde diablos estaba. Volvió a meter en su mochila todo lo que tenía desparramado por la mesa y guardó también los botes de pintura en una bolsa de plástico. Quizá tuvieran huellas.

Después, miró el móvil. Tenía dos llamadas perdidas. Las dos eran de Marcos: una de ayer por la noche y otra de hacía apenas veinte minutos.

"Tampoco es que te hayas esmerado mucho", pensó con tristeza. Marcó el número al tiempo que salía por la puerta.

—¡Marcos! Oye... Pues en... Espera. Escucha, hombre... ¿Qué? ¿Cómo dices?... La autopsia... No jodas... Voy para allá.

***

A Carlos no le gustaban las autopsias, aunque, desgraciadamente, eran parte de su trabajo. Puestos a encontrarse con un cadáver, prefería a todas luces el escenario del crimen. Allí, al menos, la víctima era la protagonista absoluta de la escena. Pero en el Instituto Anatómico Forense, sobre la mesa aséptica de metal y rodeado de instrumentación quirúrgica, el cuerpo frío, medio desnudo y despojado de toda humanidad del sujeto investigado perdía todo el atractivo.

Cuando por fin entró en la sala de autopsias, Marcos ya le estaba esperando junto al forense, el secretario judicial y dos muchachas que, a juzgar por las caras de timidez, parecían alumnas universitarias. Como parte de la asignatura de Medicina Legal, los nuevos médicos tenían la obligación de asistir a unas cuantas autopsias a lo largo del año. A Marcos le molestaba sobremanera encontrarse con estudiantes. Acostumbraba a apartarse de ellos lo más posible, como si tuvieran la lepra u otra enfermedad infecciosa, aunque con aquellas dos muchachas estaba haciendo una notoria excepción. A Carlos le chocó ver a su compañero justo entre las dos chicas, charlando animadamente con ellas. Un vistazo más minucioso le dio la respuesta. Las dos estaban buenísimas.

—Carlos, ¿cómo estás? ¿Pareces cansado? ¿Te encuentras bien? —preguntó Eduardo, el forense al cargo del servicio de patología. Estaba sobre el cadáver, bisturí en mano y semblante serio. Carlos detectó el tono irónico de sus palabras que evidenciaba más una reprimenda por haber llegado tarde que una verdadera preocupación por su estado de salud. A Eduardo no le gustaba la impuntualidad. "Los muertos nunca llegan tarde", solía decir.

—Disculpa el retraso, Eduardo. No había escuchado el móvil.

—¡Pues no sabes lo que te has perdido, tío! —intervino Marcos. Se había escabullido de entre las dos muchachas para acercarse a saludar a su compañero, no sin antes rozar sutilmente sus brazos—. Si tardas un poco más, te lo pierdes del todo. Fíjate que hasta se nos está poniendo verde la muchacha.

No es ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora