Capítulo I

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Mi nombre es Wates, Tiffany Wates. Nada del otro mundo. No me gusta mi nombre. Para cualquier persona un nombre le gustaría hasta un cierto punto, pero yo lo odio. No por las letras, ni por el sonido en el que se pronuncia. Es el único recuerdo que me queda de mi madre, el nombre que me puso. La cual nos abandonó dos semanas después de mi nacimiento.

Mi padre estaba enamorado de mi madre, y ella, por lo contrario, pensaba que tenerme había sido un error, del mismo modo pensaba que estar con mi padre también lo era.

A pesar del dolor, a mi padre nunca se le pasó por la cabeza abandonarme. Me crio con amor, aunque eso nunca fue suficiente. Vivía en una hermosa casa en California, con unos vecinos magníficos, con hijas estupendas. Desde pequeña había sido una chica muy sociable, sin ningún problema de enfrentarme a conocer gente nueva.

Mi padre siempre me dijo que me habían dejado en una cesta en la puerta, y que él me había acogido. Eso me lo creí, hasta su día. No fue hasta mis ocho años aproximadamente, que entendí que eso era casi imposible. ¿Cómo iban a dejarme en una cesta? Eso pasaba en Harry Potter, en mis libros favoritos, o en las películas de Disney, pero, nunca, nunca, en la vida real.

Aunque realmente, tampoco me importaba mucho cómo había nacido. Nunca le dije a papá que entendía que lo de la cesta era una gran mentira, no quería decepcionarle.

Nunca me contó la historia con mamá, la descubrí yo. A mis siete años, era la niña más curiosa del mundo. Cualquier cosa me parecía increíble. Mi gran sueño era ser astronauta... qué tiempos aquellos. Era pequeña, tenía sueños, ganas de seguir adelante, las amigas, las buenas notas, la música... La música fue la única pasión que no perdí con el paso de los años. Papá siempre decía que había nacido para la música, que las notas parecían entrar por mis pequeñas orejas y fluir sin dificultad alguna por mis venas, hasta llegar en mi corazón, que bombeaba de nuevo la melodía, hasta repartirse por todo mi cuerpo.

Me encantaba leer, era uno de mis mayores métodos para evadirme del mundo. Me encantaba ir a la biblioteca, y volver con la mocilla llena de libros. Las palabras me encantaban, porqué para gente normal, las palabras serían eso, palabras. Pero no para mí. Cada palabra significaba algo, me encantaba escribirlas, pasando la tinta por el suave papel. Me sentía viva, al pasar cada página de un libro y leer y releer las historias de mis personajes favoritos, poniéndome en su piel.

Un día estaba buscando un libro en la estantería del comedor, cuando me cayó una caja encima de la cabeza, la cual aterrizó en el suelo. Nunca antes la había visto. Era de madera negra, y estaba llena de polvo. Soplé por encima y empecé a estornudar cuando el polvo empezó a volar delante mío. La abrí con delicadeza, si no era mía, era de papá, y no quería romperle nada.

Contenía fotos de él y mamá, de jóvenes. Era fácil entender que era mamá, ella y yo éramos exactamente idénticas, como dos gotas de agua. Siempre salían sonriendo en las fotografías. Eran felices... En una, papá le estaba dando una rosa a mamá. Y mamá sonreía como nunca había visto a nadie sonreír. En la de al lado, salían con unos amigos en el cinema, viendo una película. Salían sacando la lengua, y mamá tirándole palomitas a un amigo. Un poco más al fondo de la caja de madera, salían mis padres en una canoa... Y encontré una carta.

Una carta puede no significar nada. Montones de palabras escritas a tinta y ya. O significarlo todo, cambiarte el mundo. Una carta puede parecer insignificante, puedes pensar que la quemas con fuego y se olvida. Pero no fue mi caso. Ojalá esa carta no me hubiera cambiado la vida de la manera de lo que lo hizo...

Recuerdos prohibidos {EDITANDO}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora