Día 3

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DANI

Al subirme hoy al autobús me he sentado en la parte de delante. No quería sentarme al lado de la chica de los mocos. Necesito pensar en mis cosas; sin oír toses, estornudos o cómo se suena. No es que sea una sinfonía muy agradable. Además, esta noche apenas he pegado ojo después de que me dieran el presupuesto para arreglar el coche. Así que estoy de un humor de perros. No sé cómo voy a pagarlo. Me va bien en el trabajo y el sueldo no está mal para ser unas prácticas. Pero el coche fue un lujo que me di y se lleva un buen pico de mi sueldo todos los meses a pesar de ser de segunda mano. Entré eso y el alquiler de la habitación, apenas me da para alguna que otra salida de marcha. Desde luego para lo que no me da, es para gastar mil euros en una reparación. ¿Para qué narices le dejé el coche a mi hermano?

Mi cabeza vuelve a la realidad cuando entra una señora mayor. Sin dudarlo me levanto y le ofrezco mi asiento. Me da las gracias con una sonrisa que le devuelvo antes de girarme para dirigirme a la parte de atrás del vehículo. Cuando echo un vistazo me doy cuenta que todos los sitios están cogidos menos uno.

—Como no... —murmuro malhumorado cuando veo el rostro de la chica de los mocos. No parece tan congestionada como ayer y ya no le lloran los ojos. Con un suspiro de resignación me siento a su lado. Creo que el destino se está vengando de mí por algún motivo.

—Toma. —Oigo que dice nada más sentarme poniendo delante de mí un paquete de pañuelos-. Muchísimas gracias por lo de ayer. Me salvaste la vida —dice con una sonrisa dulce. Ya me di cuenta ayer, a pesar de su congestión, que tenía una sonrisa bonita. Hoy me doy cuenta que también tiene unos ojos dorados bonitos.

—No hacía falta.

—Sí, te lo debía —asegura sería. Me hace gracia que le dé importancia algo tan tonto como un paquete de pañuelos.


"¡Dios! Estos asientos son una auténtica tortura" pienso mientras me intento reclinar para apoyar la cabeza en el asiento y poder dormir el resto del camino. Para poder hacerlo, he tenido que inclinarme un poco y sacar las piernas al pasillo. Sé que estoy aplastando a la chica, pero estos malditos asientos son enanos. Cuando por fin doy con una postura, relativamente, cómoda y empiezo a quedarme amodorrado comienzo a oír un ligero crujido junto a mi oído. Intento ignorarlo, necesito dormir algo antes de llegar al trabajo. Sin embargo, el crujido sigue sonando. Es como si la chica estuviese comiendo patatas fritas. Enseguida rechazo la idea, son las ocho de la mañana, nadie en su sano juicio desayuna patatas fritas. El sonido me está poniendo de los nervios. Al final abro los ojos y miro a mi acompañante. No está comiendo patatas fritas... está comiendo caramelos. Estoy tan irritado que no puedo evitar las palabras que salen de mi boca:

—¿No puedes estar un día sin hacer ruidos o dar golpes? —La muchacha me mira con los ojos muy abiertos por la sorpresa antes de balbucear una disculpa casi incomprensible. Pero no he pegado ojo, odio el puñetero autobús y esa chica siempre consigue ponerme de los nervios, así que sigo hablando sin poder contenerme—: ¿Quién narices desayuna caramelos a las ocho de la mañana? ¿No sabes que eso no es alimento?

Sé que estoy siendo un imbécil, pero ahora mismo me da igual.

CLARA

Hoy cuando me había sentado en mi sitio del autobús había pensado que ese chico demasiado arreglado que tuvo el detalle de regalarme un paquete de pañuelos en un apuro era majo. El detalle me había parecido bonito. Y después cuando le vi ceder su sitio a la señora mayor pensé que, además, era un caballero. Ahora me doy cuenta que es un gilipollas. Pero estoy en tal estado de shock que no sé qué decir. Jamas me imaginé ser regañada por un chico de mi edad por comer caramelos.

—Son de chocolate —digo tratando de excusarme. Aunque todavía no sé muy bien por qué.

—¿Qué más da? Son caramelos —dice irritado mientras se pasa la mano por el pelo despeinándose un poco. No puedo evitar pensar que le queda mejor así.

—Son más parecidos a las chocolatinas que a los caramelos. —Me mira como si estuviera loca.

—Son Lacasitos. Son caramelos para niños de cinco años. No se parecen en nada a las chocolatinas.

—Claro que sí. Tienen chocolate por dentro —digo totalmente indignada. ¿Me está llamando infantil?

—Sólo a una persona como tú se le ocurriría desayunar Lacasitos —dice tajante sin dejar de mirarme.

—¿Qué es eso de una persona como yo? —digo sin salir de mi asombro.

—Una persona que se le olvidan los pañuelos cuando está constipada o no se quita el abrigo antes de sentarse. —Sin poder evitarlo miro mi abrigo que todavía está cerrado hasta arriba. Empiezo a tener calor y probablemente me lo quite dentro de un rato, pero cuando entré tenía frío. Abro la boca para contestarle, pero me he quedado en blanco. Al final le digo lo primero que se me ocurre.

—¿A ti qué te importa si como caramelos por la mañana?

—Que haces ruido y no me dejas dormir.

—¡Oh! lo siento, su majestad —digo sarcástica—, pero resulta que esto es un autobús público y no viajas sólo.

—No hace falta que me lo recuerdes, tengo pensado asesinar a mi hermano en cuanto pueda por ello —dice con aire frustrado.

—¿Qué?

—Da igual —dice ignorándome y volviendo a cerrar los ojos.

No le vuelvo a dirigir la palabra el resto del trayecto, a pesar de que no dejo de darle vueltas a lo que me ha dicho. Aun así a modo de venganza sigo comiendo Lacasitos.

Historias del Autobús: LacasitosWhere stories live. Discover now