Capítulo 2: El reflejo del pasado

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Añorar el pasado es correr tras el viento.

Proverbio ruso  

† † †


La luz de la mañana me cegó, despertándome de mala manera. Me levanté de la cama y a tientas con los pies busqué mis zapatillas. Me levanté, notando las palpitaciones en el pie que me había lesionado la noche anterior. Al parecer, lo que creí que era solo un sueño había sido real y muy real. Realmente vi a ese chico contemplando la vieja iglesia del cementerio. Lo que no podía sacarme de la cabeza eran esos ojos tan negros, como el punto más profundo de un lago perdido en la nada. Me acerqué a mi escritorio, donde estaba mi libreta violeta. Me senté, aún adormilada y con los pelos alborotados y cogí el lápiz más gastado del bote de los lápices y los bolígrafos. Pasé las páginas de la libreta a una velocidad moderada. Veía en un segundo cada página que había llenado de letras, dibujos, y sueños. Vi una que me llamó la atención. Volví a dar marcha atrás a las páginas, y me detuve a contemplar la página que quería ver una vez más.

En la página había una foto, pegada con poca cola de barra barata. Recordé el momento de esa foto, un pasado que parecía haber sucedido hace milenios.

En la foto salía yo con mi mejor amiga, Angélica, cogiendo ella misma la Polaroid que se había comprado hace poco, en el parque que había cerca de la estación. Haciendo las fotos a ciegas. Angélica era muy buena. Tanto que en la mayoría salíamos bastante bien fijadas en el marco. A mí me daba mucha vergüenza salir en fotos pero ella siempre me animaba con su alegría desbordante y sus palabras llenas de cariño, llamándome "sosa" y añadiendo que "la cámara tenía derecho a fijar su objetivo en mí", ya que según ella yo era muy guapa.

En todas las fotos Angélica mostraba una sonrisa de oreja a oreja con aquellos dientes blancos como perlas, o a veces haciendo muecas para hacerme sonreír. Yo siempre salía muy seria en las fotos pero si Angélica hacía de las suyas al final siempre acababa sacándome una tímida sonrisa.

Aún no logro comprender cómo llegamos a ser tan buenas amigas... siendo tan distintas. Ella era el sol; radiante, cálida y con cabellos color de paja con reflejos de oro... y yo... era como la luna... fría, pálida, malhumorada y con el pelo negro azabache intenso.

Dejé de pensar en esas cosas. No era el momento. Me restregué los ojos y pasé páginas hasta encontrar la primera que viera en blanco. Doblé la libreta por la mitad, las libretas con espiral tienen ese punto positivo. Cerré los ojos un instante, y empecé a escribir versos sueltos:

La mirada del pozo se fijó en la fría piedra,

la misma piedra que vieron los muertos.Miedo y belleza se unen en un solo ser.¿Habrá visto el lago a la luna?

Me quedé más o menos satisfecha. Dejé al lápiz con sus hermanos de madera y minas y cerré de un golpe seco la libreta. La dejé en el primer cajón del escritorio y me dispuse a peinarme un poco esos pelos, que seguramente serían de bruja. Al llegar al baño y mirarme al espejo mis sospechas se confirmaron. Ojos de un marrón vulgar, ojeras permanentes debajo de mis ojos, nariz pequeña y labios carnosos. El mismo reflejo que veía todos los días. El reflejo que estaba harta de ver. Me peiné, pillándome varios nudos y lanzando alguna maldición por mi boca. No cuidaba mucho de mi aspecto. Me daba igual. Ropa ancha, mis botas de hacía tres años y listo. Salí de mi cuarto apresuradamente, y fui de cabeza a la cocina. Un yogur y un paquete de galletas terminaron en mis manos como víctimas de mi desayuno de ese sábado. Me dispuse a sentarme, cuando vi una nota en la mesa:

Hoy también llegaré tarde. Tienes el plato de macarrones de ayer en la nevera envuelto en plástico. 3 minutos al microondas.

Besos, mamá

Lo mismo de siempre. Arrugué el papel con publicidad de la marca de maíz que compraba mi madre y la lancé al cubo de basura. Me senté en la mesa dispuesta a tomarme el desayuno.


† † †

Fuera hacía frío, pero me acostumbré al cabo de un rato. El camino al cementerio era corto pero con unas vistas agradables. Al estar algo lejos del centro había un paisaje natural, aunque hubiera algún bloque de pisos perdido en la nada y la autopista que pasaba al lado de la subida del cementerio, formando un puente; dividiendo a los vivos de los muertos. Lo que más me gustaba de vivir en ese pueblo era lo cerca que vivía del camposanto.

Subí la cuesta hacia arriba, empezando a entrar en algo de calor. La bolsa que llevaba colgada en mi espalda se mecía dando golpes en mí con cada paso que daba hacia la gran puerta de hierro oxidado. Abrí, haciendo ruido por el óxido, como si se tratara de la típica película de miedo cutre americana. "Es una pena... no cuidan nada de lo que hay aquí, parece que sea la única que viene aquí", pensé, indignada. Giré a la izquierda, donde estaba uno de mis nichos favoritos. Me detuve delante de dicho nicho, leyendo las viejas letras esmeraldas, gastadas por el paso del tiempo, e intentando una vez más leer lo que ponía.

D.E.M.

Mª del Carmen Jacas Pujol

7 de Mayo de 1916
A los 18 años de edad

Rogad por ella

Encontraba una verdadera lástima que alguien muriera tan joven. Era una ironía que pensara eso, ya que no tenía muchas ganas de vivir. Ahora que lo pienso... lo considero una falta de respeto renunciar a tu vida para huir de la crueldad del mundo, mientras otras personas ya muertas darían lo que fuera por una segunda oportunidad. Me pregunto cómo fue su vida... Y su muerte, dije sin dejar de contemplar el nicho.

Di la vuelta y marché hacia el segundo piso, pasando al lado de uno de los mausoleos del cementerio (había dos). También tenía su encanto, mostrando que era de una familia mucho más adinerada que la otra: puertas de hierro con vistas al interior, con flores de plástico y velas gastadas en el suelo, y en la pared del fondo, un hermoso vidrio de colores con un par de escenas de santos, custodiando ese mausoleo familiar. Seguí con las otras escaleras que daban acceso al tercer piso, girando a la izquierda, y al cuarto piso girando a la derecha. Opté por girar a la izquierda, para poder contemplar la iglesia que tanto admiraba. En la pared había un reloj de sol. Leí en un libro de historia del pueblo que ese reloj estaba pintado con sangre de cerdo y que debajo del árbol que había delante de las puertas de la iglesia, habían enterrados unos soldados de la Guerra Civil. Cada vez que pasaba por allí, pisaba con cuidado la tierra donde estaban los restos de esos hombres, aunque ya no existieran y ni quedara el polvo... Ni la memoria.

Giré la cabeza hacia donde siempre me sentaba a contemplar el paisaje, desde el tejado que había entre el segundo y el tercer piso. Algo no iba bien.

Vi a tres figuras negras sentadas en el tejado, charlando. Me quedé mirándolos fijamente sin moverme, ni esconderme cómo hice la noche anterior. Me di coraje a mi misma, y anduve hacia allí, aparentando valentía, aunque por dentro tuviera miedo. Subí de un paso alto al bordillo de la tumba de la cruz de madera, vieja, podrida y llena de agujeros pequeños por el rastro de termitas. Solo un salto más y estaría en el tejado, a unos metros de ellos. Me quedé quieta en el bordillo, cuando vi que uno de ellos giró el rostro y me vio; naturalmente, avisando a los demás de mi presencia con un silencio repentino. Me quedé quieta un instante más, hasta que decidí saltar al otro lado a la perfección, por la práctica. Los tres forasteros se levantaron despacio, y se pusieron los tres de pie juntos, en forma de barrera, como si ellos mismos crearan un campo de fuerza que ningún ser pudiera cruzar. Nos miramos unos instantes con miradas desafiantes.

Por un momento quise dar marcha atrás, salir corriendo hasta casa y hacer ver que no los había visto ni ellos a mí tampoco. Pero mis piernas no reaccionaban. Reconozco que era muy miedica.

Me enfrentaba a un grupo de forasteros por un simple motivo: proteger mi santuario. No permitiría que nadie malmetiera en ese camposanto. Jamás.

Retrum 3: Labios de Ébano [En corrección]Where stories live. Discover now