XVII - Rumbo a Mongolia

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Veinte camellos, ciento once caballos, dos elefantes, doscientos sirvientes, cuatro consejeros, dos generales y un hombre sabio acompañaban a la princesa. La paz hervía en una olla a presión de dudosa calidad y era imposible saber si cuajaría, o si estallaría y las llamas de la guerra se extenderían por el imperio. La muerte del emperador suscitó pasiones olvidadas, de glorias perdidas y sueños de conquista. Un poder demasiado alentador para quienes dedicaban su vida a perseguirlo. La gran muralla del norte delimitaba la línea fronteriza, pero no garantizaba la seguridad de los habitantes del sur, y sus guardianes se vendían por cuatro monedas y un escarmiento, mientras los oficiales se emborrachaban de vino y dejadez, y los mongoles campaban a sus anchas sin encontrar demasiada resistencia.

—Le aseguro que hace lo mejor para su pueblo, princesa. No debe lamentar nada.

—Lo sé.

—No esté triste. Alégrese.

—No me importa sacrificarme, es mi deber, pero no entiendo por qué el rey mongol insistió tanto en conseguir la peineta de mi padre.

—Un presente... nada más. Una muestra de vuestra lealtad hacia él.

—Robar un objeto de la tumba del emperador es un sacrilegio.

—Pero salvará muchas vidas.

El hombre sabio lucía una barba larga que le llegaba hasta las rodillas. Cruzaba los brazos mientras el tambaleo del improvisado habitáculo sobre el lomo de un elefante le descolocaba los pensamientos. Sabía que había traicionado sus creencias y era consciente de que no se lo perdonaría jamás. Sacrificar la felicidad de la princesa por el bien de China era un mal necesario. Conseguirían varios años de paz que fomentarían el comercio, mantendrían intactas las cosechas y sobre todo les permitiría organizarse y volver a controlar el imperio, y formar un gran ejército. Su nariz aguileña se juntaba con su labio superior y su pelo grisáceo, con mechas blancas y difuminados tonos hilados de color azul calamar, le concedían el aspecto de sabio. En realidad era un necio. No por sacrificar a la princesa sino por entregar al mayor enemigo de China el arma más poderosa y codiciada hasta el momento. Justo lo que él pregonaba; la sabiduría.

*

—Supongo que tenemos un problema —dijo Ryo.

—Y muy grande —afirmó Alejandro—, me temo que tendremos que esperar hasta la próxima luna llena para averiguar dónde está oculto el amuleto.

—¡No! Pon tu cabeza a pensar y señálanos el camino que se ha de a seguir. Seguramente, nuestro adversario esperará para conseguir la información y es muy probable que volvamos a enfrentarnos. Debemos adelantarnos a él.

—Pero si los mongoles eran nómadas. Temibles guerreros, pero nómadas. Resultará imposible seguir el rastro de un objeto tan pequeño a través de la estepa y las yurtas que arrastraban consigo.

—Ves por qué no eres tan listo —dijo Rajid, mofándose—, sólo hay que investigar al mongol más importante de la historia.

—¡A Gengis Kan! —exclamó Alejandro—. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Debemos empezar desde el final.

—Entonces... ¿a dónde digo a los pilotos que debemos ir? —preguntó Hiro.

—Hace unos pocos años, los arqueólogos descubrieron lo que afirman ser el palacio de Gengis Kan. A unos 250 kilómetros al suroeste de Ulám Bator. Leí un artículo que decía que aún no habían encontrado su tumba, pero que calculaban que se encontraba escondida en un radio de catorce kilómetros.

—¿Ulám Bator?

—Sí, Tom. La capital de Mongolia —contestó Alejandro—, ése es nuestro destino.

—En busca de la tumba de Gengis Kan. ¡Me gusta! —exclamó Eva—. Suena emocionante y a la vez divertido.

—Muy bien. Descansemos un poco y... recargad las armas. No quiero que nos cojan desprevenidos esta vez —ordenó Hiro.

El avión se dirigía hacia el norte y el monedero de las empresas Nagato se ocupaba de todo. Ryo envió instrucciones al abogado para no toparse con problemas... administrativos. Faltaba mucho para la próxima luna llena y la ventaja del saber se había convertido en un inconveniente. Una carrera de espejos de agua y ansias por dominar la Tierra.

*

—Te... te lo advertí.

—No me toques las pelotas —renegó el capitán barbudo.

—Te dije que act... actuaras con cuidado, pe... pero tú no eres más que u... una bestia sin cerebro.

—Si sólo son unos cachorrillos paseando con papa lobo.

—Y te han mor... mordido, por incauto. La próxima ve... vez me encargaré yo.

El capitán refunfuñó y el tartamudo, sin pensárselo dos veces, le propinó una bofetada.

—¿¡Cómo te atreves!?

—Si quieres, mejor le... le comento al jefe tu incompetencia. ¡Bo... borracho apestoso!

—...

—Así estás mu... mucho mejor.

—¿Y qué vamos a hacer ahora?

—Esperar la... las instrucciones del jefe, po...por supuesto.

El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora