VIII - Selma

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Amaneció un día nublado, lluvioso y nada apropiado para continuar el jolgorio del reencuentro.

—Mucho mejor, a trabajar —dijo Tom.

Y tras un buen desayuno y otro par de risas, se reunieron en el salón en el que Ryo e Hiro empezaron a relatarles todo lo ocurrido hasta el momento. En dos días acamparían cerca del meteorito en Namibia. El avión privado de la compañía Nagato estaba cargado con todo tipo de provisiones: agua, comida, ropa, material científico, portátiles, teléfono por satélite, armas, explosivos... de todo, y listo para despegar. Los cómodos sofás de piel, hechos a mano por Roberto Mansisni e importados de Italia, se convirtieron en mugrientas colchas repletas de chinchetas y clavos, que ahuyentaban el buen sentar de todos. La historia de los Nagato despertó el interés de todos, y deseaban emprender el viaje de inmediato.

—¿A qué esperamos? —indicó Tom.

Y los aventureros, de culo de mal asiento, empezaron a recoger sus cosas.

—Esperad un minuto —Hiro se levantó para poner orden—. En primer lugar os digo que nos marcharemos mañana según lo planeado y, en segundo lugar, aún falta uno por llegar.

—Menuda mierda —contestó Alejandro— ¿Y quién es el espabilado ése? ¿Por qué no se encuentra ya aquí?

—Me llamo Selma Krisno Varako. Supongo que preguntáis por mí.

La extraña mujer entró en el salón completamente empapada. Las gotas de lluvia acumuladas en su ropa desprendían un olor a manzanilla recalentada y mojaban el parqué. Con ojos redondos pero achinados, resultaba difícil distinguir si provenía del misterioso oriente o del pálido occidente. Lo que sí se detectaba de inmediato en su mirada eran los ojos de la muerte. Esos ojos de los que sólo son portadores aquellas personas que han matado. Arrebatar el alma, despojándola de su morada de carne, se convertía en un espectáculo que acababa grabándose en las retinas, en la mente y en el corazón. Ninguno en aquella habitación tenía esa mirada... excepto ella.

A pesar de querer disimularlo, los seis se incomodaron. El séptimo miembro del grupo era una completa desconocida. Probablemente una asesina de curvas perfectas y modales poco refinados. No muy alta. El pelo, corto para no molestarla, la ropa cómoda y práctica, con muchos bolsillos, un petate del ejército medio vacío y unas placas de identificación que colgaban entre sus pechos.

Buen porte, pensó Rajid.

Menudo trasero, debió pensar Alejandro por la forma de mirarlo.

—Bienvenida. Te pido disculpas por los modales de mi amigo, pero no hay manera de cambiarle. Ya te acostumbrarás —Ryo le ofreció una taza de té—. ¿Quieres?

—Sí, gracias. No me vendría mal.

—Como comprenderás, aquí nos conocemos todos. Así que si no te importa, ¿cuál es tu especialidad?

Selma sorbió el té caliente de un trago y dejó la taza sobre un platillo de color rosa con figuras en formas diagonales.

—Soy soldado. Luché en Bosnia y soy especialista en explosivos.

—Justo lo que necesitábamos. Bienvenida al equipo. Siéntate y te explicaremos de qué va todo esto.

*

La radio del carguero de Yokohama no dejaba de captar incoherencias. La barba del capitán ocultaba la forma con la que se mordía los labios de rabia y frustración. Caminaba de un lado a otro y de vez en cuando soltaba un cogotazo al operador de la radio.

—Maldito inútil —murmuraba.

El tartamudo se fumaba un cigarro tras otro, convirtiendo la cubierta en un enorme cenicero que apestaba a pintura desconchada y a tripas de pescado. La tripulación jugaba a las cartas, riendo a carcajadas con chistes verdes de prostitutas de caucho y curas superdotados y atragantándose con litros de alcohol. Mataban el aburrimiento para no matarse entre sí. La espera se alargaba y la impaciencia enloquecía la mente.

El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora