XI - China

26 4 0
                                    

Una columna formada por nueve camiones y dos todoterrenos, de color verde asqueroso que ahuyentaba las ganas de vivir, resoplaban una especie de hollín pegajoso que envenenaba el aire y calcinaba los pulmones de los hombres. Las lonas de color caqui ocultaban las cajas de madera traídas de Japón de las miradas curiosas. La carretera embarrada resultaba resbaladiza y peligrosa, un solo error y acabarían cayendo por el precipicio sin posibilidad de salvarse. Los buitres sobrevolaban a los desgraciados esclavos del deseo, deseando que pronto se convirtieran en un festín de vísceras calientes y huesos descolgados. El hedor de sus improvisados uniformes de camisas prestadas y botines nuevos sólo era superado por el olor a podrido de sus bocas melladas y por la ginebra vertida en el suelo de los camiones.

—Los hombres te esperan al otro lado de la montaña —indicó la espesa voz.

Que los camiones regresen sin vosotros y que acaben el trabajo. Quiero que cojas a cien hombres y os dirijáis hacia el objetivo.

La señal de radio era muy débil. A pesar de los esfuerzos del operador en sintonizarla, que sudaba bajo la mirada del tartamudo, la espesa voz se entrecortaba, irritándose, y los escuchantes se tiraban de los pelos.

—Os... objetivo... matar... no..., en el momento..., ¿entendido...? el cuello..., fallos...

... ... ...

... ... ...

—La peineta... ... ...

—Inténtalo más tarde —dijo el tartamudo.

El capitán barbudo se sentía como pez fuera del agua, y nunca mejor dicho. Soltó un coscorrón al operador de radio y encendió un cigarrillo. De otro coscorrón tiró al suelo al operador y un gruñido se asomó de la barba.

Recógelo todo o te rebano el pescuezo, maldito inútil.

—Ci... cien hombres, ¿serán suf... suficientes? —preguntó el tartamudo.

—Para cazar a seis estudiantes del tres al cuarto y a su abuelo maestro, con diez me sobran.

—No sabes lo... lo que dices. E... eres un animal..., sin... sin cerebro.

La columna se detuvo en una aldea a las afueras de la ciudad de Xi'an. Las gallinas se revolucionaron tras verse invadidas por los monstruos de tres ejes y la peste a hollín. El jefe de la aldea les estaba esperando, impaciente, junto con sus tres hijos, dos mujeres, siete sirvientes y el resto de sus empleados esclavos. Dos dólares americanos y una ración de güisqui al día saciaban la ambición de los trabajadores y les parecía una auténtica fortuna, aunque la comida la cobraban aparte al módico precio de cincuenta céntimos. Antes de su inesperada mejora laboral, se dedicaban a coser deportivas, de marcas chusqueras, en fábricas de mugrientas cloacas y aguantando jornadas de dieciséis horas, a cambio de un plato de comida rancia, aunque caliente. Ahora pagaban el trozo de pan que acompañaban con las cortezas de cerdo fritas en aceite de soja requemado y, aun así, les sobraba dólar y medio y se emborrachaban por cuenta de la casa. Un verdadero paraíso.

—Llevadlo todo abajo —ordenó Huang, el jefe de la aldea.

Los trabajadores patearon las gallinas, ataron los caballos, golpearon a una cabra que andaba suelta y estorbaba, se quitaron las agujereadas camisetas y escupieron maldiciones. En un agujero en el suelo, que ni era posible ni llamarlo pozo, el agua estancada contenía un revoltijo de moscas y plumas ennegrecidas. Al accionar el desagüe, una enorme puerta de titanio, con triple sistema de seguridad, apareció de la nada. El jefe bajó por una escalera de aluminio y la abrió marcando tres combinaciones de dígitos durante tres minutos seguidos y esperando la confirmación del sistema cada treinta segundos.

—Si lo descargáis todo en quince minutos habrá triple ración de güisqui para todos —exclamó el capitán barbudo.

Malditas cucarachas, pensó.

—Tráeme el teléfono por sa... satélite —dijo el tartamudo al jefe de la aldea.

—Date prisa que quiero emborracharme y acostarme de una puñetera vez —replicó el capitán.

—Si quieres, ha... hazlo tú, pedazo de animal. Por mí puedes irte a em... borracharte ya mismo, de to... todas maneras no espero que utilices t... tu cerebro.

—Dejad de discutir y prestad atención —la espesa voz les heló la sangre—. Vamos con retraso y no me complace que malgasten mi tiempo. En dos días quiero que todo esté preparado para asestar el golpe y no quiero que se cometan errores. Sabéis dónde ir, qué hacer, dónde esconderos, cuándo agacharos y cuándo disparar. Como metáis la pata os estrangularé con mis propias manos y después quemaré vuestros despojos. ¿Entendido?

—En... en... entendido.

—Y tú, barbudo mamón, ¿lo has entendido?

—Sin problemas.

—Si todo marcha según lo planeado os haré más ricos de lo que os hayáis imaginado jamás.

La espesa voz desapareció entre el zumbido del altavoz y los incesantes cacareos de los improvisados guardianes, que delataban cualquier movimiento extraño que pudieran percibir. De la ciudad cercana llegaron más camiones, pero repletos de prostitutas. Sus enrevesados abalorios, sus sensuales prendas y sus desmesuradas y húmedas ansias por hombres y dinero despojaron la poca cordura que quedaba en las emborrachadas bestias de pechos pelados y brazos tatuados. Se vieron envueltos por un manto de sudor y lujuria, que ni las ciudades de Sodoma y Gomorra habían vivido jamás, ni las orgías romanas eran capaces de equiparar.

—¿Y tú? ¡Maldita aberración! ¿No pillas un poco?

—Aquí la única ab... aberración eres tú, capitán. Y yo, pre... prefiero descansar. Bue... buenas noches.

El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora